Antal Fekete como economista monetario

Los días 29, 30 y 31 de marzo, el Instituto Juan de Mariana organiza un seminario intensivo con Antal Fekete a propósito de la liquidez, el dinero y el crédito circulante. Valga este texto como pequeño homenaje y breve resumen de sus enormes contribuciones a la teoría monetaria.
La Escuela Austriaca de Economía nace con Carl Menger, probablemente el economista más revolucionario del s. XIX gracias a sus avances en el campo de la teoría de la utilidad, de los órdenes espontáneos, del papel del tiempo y de la incertidumbre dentro de los planes de acción y, cómo no, de lo que cabe considerar el fundamento del análisis monetario moderno: el concepto de liquidez. Tal como la describió el economista austriaco, la liquidez se materializa en un spread muy estrecho entre el precio de compra y el precio de venta de un producto, si bien tiene un significado más hondo que liga perfectamente con el concepto de utilidad marginal que alumbró Menger: liquidez es una utilidad marginal que desciende muy lentamente ante incrementos en la cantidad disponible de un bien o, por decirlo de un modo más sencillo, estabilidad de valor.
Obviamente, por muy genial que quepa considerar al economista austriaco, sus ideas no nacieron de la nada, sino que brotaron de diversas tradiciones de pensamiento entre las que cabe incluir la escolástica continental, la ilustración escocesa o la primera Escuela Histórica alemana. Y, a su vez, las ideas de Menger influyeron sobre otros economistas extraordinarios (como Eugen Böhm Bawerk, Ludwig von Mises, Friedrich Hayek, Murray Rothbard…), quienes, a su vez, recibieron influencias distintas a las propiamente mengerianas.
En el terreno de la teoría monetaria, la corriente mayoritaria dentro de la Escuela Austriaca de Economía –la representada por Ludwig von Mises– fue influida de un modo muy intenso por las ideas de David Hume, David Ricardo y la Escuela Monetaria inglesa: a saber, fue influida por ideas que no parten de Menger, que no guardan vinculación con los desarrollos teóricos de este último, que, en consecuencia, no cabe tildarlas de necesariamente austriaca o proto-austriacas y que, en todo caso, han de ser sometidas a un serio escrutinio dentro de los propios principios subjetivistas de la Escuela Austriaca. A mi juicio, el error más importante de esta tradición es su continuada confusión entre dinero y crédito circulante, algo que les ha permitido olvidarse de desarrollar una teoría del crédito circulante creyendo que ésta quedaba subsumida dentro de la teoría del dinero.
Ciertamente, ése no fue un error que cometiera Menger, pues el padre de la Escuela Austriaca se limitó a pergeñar una muy notable y correcta teoría del dinero. La teoría del crédito circulante está completamente ausente en sus escritos, pero, al menos, de ninguno de ellos se desprende que Menger estuviera equiparando inconscientemente ambas. Dicho de otra manera, que Menger omitiera el desarrollo de una teoría del crédito circulante no implica que la desdeñara o que la equiparara a la teoría del dinero, como sí han hecho muchos de sus vástagos intelectuales. Por suerte o por desgracia, el austriaco no se pronunció a ese respecto, de manera que, a priori, tan compatible con su pensamiento puede ser una teoría del crédito circulante que vaya de la mano de su teoría del dinero como una teoría del dinero que desplace completamente a la teoría del crédito circulante.
De este modo, es del todo legítimo intentar conectar el pensamiento mengeriano no con la tradición monetaria humeano-ricardiana (tal como ha hecho la mayor parte de la Escuela Austriaca actual), sino con otra tradición monetaria bastante más sólida y consistente como es la representada por Richard Cantillon, Adam Smith, el movimiento del bullionismo moderado y la Escuela Bancaria inglesa. Ésta es la formidable empresa intelectual que, por fortuna, el profesor Antal Fekete ha estado desarrollando en las últimas décadas.
En concreto, el profesor Fekete completa la teoría monetaria de Menger allá donde éste la dejó: yuxtaponiendo a su teoría del dinero, una muy refinada teoría del crédito circulante también asentada sobre los principios de la liquidez. A este respecto, Fekete echa mano de la llamada Doctrina de las Letras Reales de Adam Smith para demostrar que el único instrumento capaz de actuar como medio de cambio no es el dinero, sino también derechos de cobro colateralizados por bienes de consumo presentes en alta demanda (lo que Adam Smith denominaba “capital circulante social”).
Si nos fijamos, la teoría smithiana, pasada por el filtro de la subjetividad y de la liquidez, encaja a la perfección con la teoría del dinero de Menger. En toda economía siempre habrá una cierta cantidad de bienes de consumo que estén circulando desde los mayoristas hacia los consumidores merced a una intensa demanda final que haga que sus precios exhiban una enorme estabilidad. Esos bienes de consumo todavía no distribuidos pero que ya cuentan con una demanda final muy intensa y con unos precios muy estables cabrá considerarlos “líquidos” (autoliquidables) en el mismo sentido en que cabía considerar líquido al dinero. La única diferencia radicará en que el dinero es duraderamente líquido, mientras que estos bienes de consumo en alta demanda sólo lo serán durante el breve lapso temporal que tardarán en llegar a los consumidores. Ahora bien, durante ese breve lapso temporal (que puede extenderse hasta varios meses), esos bienes de consumo líquidos sí podrán ser empleados como medio de cambio en forma de promesa de pago/derecho de cobro a corto plazo por el importe monetario de su venta futura. Por ejemplo, si yo dispongo de una partida de camisetas muy demandada en mi ciudad que espero vender por 100 um en un mes, es muy probable que pueda emitir una promesa de pago de 100 um garantizada por esa partida de camisetas, que a su vez pueda utilizar esa promesa de pago como medio de cambio antes de haber vendido las camisetas y que el receptor de esa promesa de pago sea, a su vez, capaz de volver a endosarla para adquirir otros bienes.
La promesa de pago, sin embargo, no circulará por su valor nominal, sino a un cierto descuento que expresará los costes asociados a liquidar precipitadamente la mercancía subyacente para hacerla cobrable. Al fin y al cabo, que los bienes de consumo en alta demanda sean casi tan líquidos como el dinero no significa que sean igual de líquidos, y semejantes diferencias de liquidez necesariamente se traducen en un descuento en el precio del instrumento menos líquido frente al más líquido. Este descuento del precio de la promesa de pago frente a su valor nominal (por ejemplo, la anterior partida de camisetas podría circular a 9,95 onzas un mes antes de ser pagadera) constituirá, una vez lo expresemos como tasa anualizada, el llamado “tipo de descuento” (en el ejemplo anterior, se situaría en el 6%).
Aunque sus similitudes puedan parecer considerables, el tipo de descuento constituye un fenómeno diferente al tipo de interés a corto plazo. El tipo de interés a corto plazo queda determinado por la preferencia temporal, la aversión al riesgo y la preferencia por la liquidez a corto plazo; el tipo de descuento, por el contrario, depende de la utilidad adicional que la tenencia de dinero proporciona sobre las meras promesas de pago líquidas para el conjunto de los agentes económicos (y, por tanto, de la preferencia por la liquidez de los ahorradores, que incrementa o reduce la masa de capital inmovilizable en activos líquidos, y de la propensión a consumir de los consumidores, que acelera o decelera el ritmo de conversión de las promesas de pago en dinero por la vía de la venta de la mercancía subyacente).
En todo caso, la aparición de este crédito circulante permite complementar e incluso desplazar al dinero en su función de medio de cambio. La gran mayoría de intercambios dejan de efectuarse con dinero en efectivo y pasan a realizarse a través de estas promesas de pago, que por lo general se amortizarán a vencimiento no mediante su conversión en dinero, sino mediante su compensación con otras promesas de pago: unas promesas de pago se cancelan con otras toda vez que la distribución de los bienes de consumo subyacentes a cada una de ellas se haya completado. Al final de la jornada, por consiguiente, nos encontramos con que las mercancías se han intercambiado contra mercancías y no contra dinero, lo que eximirá a gran parte de los agentes económicos de tener que mantener bajo su control unos enormes saldos de tesorería para poder mantenerse líquidos: y es que el crédito circulante les facultará a emplear una porción de su capital circulante como medio de cambio complementario al dinero.
De hecho, tan pronto como comienzan a aparecer agencias especializadas en certificar la calidad –la liquidez– de esas promesas de pago comerciales (como puedan serlo los bancos), la circulación de las mismas se expandirá más allá de sus fronteras naturales (los círculos personales de confianza de los potenciales endosatarios de la promesa de pago), ampliando todavía más el rango de sus posibles usos. Los comerciantes con bienes líquidos ya no se ven restringidos a endosar sus promesas de pago entre sus conocidos, sino que pueden utilizarlas como medio de cambio incluso entre desconocidos que confían en el buen criterio del banco a la hora de certificar la calidad (la liquidez) de una promesa de pago. En este sentido, los bancos trocarán las promesas de pago comerciales (por ejemplo, letras de cambio) por sus propias promesas de pago (billetes o “depósitos” a la vista), que pasarán a ser reputadas por los agentes económicos como equivalentes al dinero en su función de medio de cambio y, por tanto, no cotizarán con ningún descuento (se endosarán por su pleno valor nominal).
En esta esencial tarea, la banca estará arbitrando entre el tipo de descuento vigente en el mercado y el valor esperado del tipo de descuento al que se puede ver forzada a liquidar el papel comercial que ha adquirido. Dado que la liquidación del papel comercial de la banca será un fenómeno poco corriente (con unas ciertas reservas de dinero, los bancos suelen ser capaces de atender los vencimientos diarios de sus pasivos), el valor esperado del tipo de descuento de los activos de la banca será notablemente inferior al tipo de descuento del mercado, facilitando así una importante reducción de este último que permitirá ampliar el capital circulante social (el conjunto de bienes de consumo que puede colateralizar el crédito circulante que actúe como complemento monetario).
Ahora bien, la banca puede verse tentada a arbitrar su tipo de descuento con el tipo de interés a largo plazo del mercado, procediendo a conceder financiación a largo plazo con cargo a sus pasivos a corto. En tal caso, la banca estará endeudándose a corto plazo e invirtiendo a largo, lo que equivale a decir que estará deteriorando su propia liquidez y concediendo un poder adquisitivo presente contra bienes futuros a sus acreedores. Este descalce de plazos financiero será justamente el germen de lo que la línea mayoritaria de la Escuela Austriaca ha denominado “ciclo económico de auge y depresión”: a saber, una descoordinación macroeconómica entre los planes de los ahorradores y de los inversores (unos o no desean ahorrar o ahorran a corto plazo; los otros invierten a largo plazo).
La única forma de evitar que los bancos acometan tan imprudente pero lucrativa estrategia financiera es logrando un continuado reflujo de sus pasivos al emisor (en línea con lo expresado por John Fullarton en su famoso “principio del reflujo monetario”) sin que resulte admisible la refinanciación de los derechos de cobro vencidos y no pagados. Dicho de otra manera, llegado el vencimiento de una promesa de pago, el banco deberá o ver reducido su pasivo (saldando la promesa previamente descontada mediante su compensación con sus parte de sus propios pasivos) o incrementar sus reservas de tesorería (saldando la promesa previamente descontada con dinero) o, tras darse alguna de las otras dos situaciones, sustituir en su activo esa promesa vencida y previamente descontada por otra promesa girada contra una nueva partida de bienes de consumo altamente demandados. Sucede que alguna de estas tres cosas sólo podrá acaecer si ha habido una auténtica enajenación de los bienes que garantizaban la promesa que había sido descontada; en caso contrario, el banco deberá proceder a refinanciar a su deudor ilíquido, dando lugar al mentado descalce de plazos que tan distorsionadores efectos acarrea.
Llegados a este punto, Fekete no sólo contribuye a desarrollar una sólida teoría del crédito circulante de la que carecía la Escuela Austriaca, sino que también logra complementar la teoría del dinero de Menger. Según el decimonónico economista, la función fundamental del dinero es la de ser medio de cambio, permitiendo con ello superar los inconvenientes del trueque. Sin embargo, ya hemos visto que es posible que aparezcan otros medios de cambio basados en promesas de pago que incluso resulten más eficientes que el propio dinero en esta labor. Por consiguiente, se hace imprescindible ir más allá y desentrañar cuál es la auténtica características definitoria del dinero.
Como comentábamos, el dinero sí es esencial para regular adecuadamente el crédito circulante. Ya hemos visto que las promesas de pago vencidas deben saldarse o con dinero o compensándolas con pasivos del propio banco que las ha descontado. Empero, ¿cuál es la garantía de que esto realmente suceda? Es decir, ¿cuál es la garantía de que los bancos no saldarán sus activos vencidos e impagados con el reflujo de los pasivos procedentes de nuevos descuentos de nuevos activos de mala calidad? La única garantía de que el sistema bancario no logrará consolidar un descalce de plazos prolongado mediante la sobreemisión de sus pasivos vendrá dada, en última instancia, de que tales pasivos deban ser en todo momento convertibles en dinero a discreción de sus acreedores. Si los acreedores del banco pueden en cualquier momento forzar la liquidación del activo de la entidad, la sobreemisión de pasivos la expondrá al riesgo de perder sus reservas de oro y de tener que liquidar con pérdidas su activo ilíquido. El único control automático contra la iliquidez generalizada que existirá en un sistema financiero será este test de las reservas de dinero de los bancos: cuando éstas se reduzcan en exceso, la banca se verá forzada a sanear sus balances interrumpiendo su monetización de promesas de pago ilíquidas.
Sin la convertibilidad del crédito circulante en dinero no puede existir una adecuada regulación automática de ese crédito circulante. En caso de suspenderse la convertibilidad de los pasivos bancarios en dinero, el crédito podrá incrementarse de manera insana sin que haya un mecanismo de realimentación (el vaciamiento de las reservas de dinero y la consecuente tirantez crediticia) que fuerce su corrección. Esa falta de controles automáticos permitirá a la banca descalzar plazos durante las etapas de aumento de la demanda privada de crédito (dando lugar a un boom económico artificial) y financiar ruinosos planes de endeudamiento público durante la etapa de contracción de la demanda privada de crédito (consolidando el estancamiento recesivo). A este respecto, tengamos presente que si los bancos procedieran a descontar deuda pública a largo plazo en medio de una recesión, terminaríamos asistiendo a una fuga de reservas de dinero de los bancos que les impedirían seguir monetizando deuda estatal: dado que la deuda pública a largo plazo no es autoliquidable, los pasivos de la banca que se hubiesen empleado en descontarla tenderían a arrinconar en la iliquidez a sus emisores bancarios.
Y si bien esa mayor flexibilidad crediticia por parte de los bancos pudiera reputarse como una virtud contracíclica en medio de una recesión, en realidad constituye un muy duro golpe contra la adecuada regulación del sistema económico y financiero: los bancos, en lugar de canalizar su crédito circulante hacia el descuento de promesas de pago comerciales colateralizadas por bienes de consumo de alta demanda, copan sus balances de una más lucrativa deuda pública a largo plazo. Los recursos ociosos del sistema, por tanto, lejos de canalizarse hacia inversiones productivas líquidas y coordinadoras (producción de bienes de consumo en alta demanda) se dirigen a acometer inversiones ilíquidas y descoordinadoras (obras públicas para cuya financiación no existe capital suficiente). En suma, tal como ya denunciara el economista alemán Heinrich Rittershausen (de quien Fekete toma y refina la idea), la inconvertibilidad de los pasivos bancarios provoca el sabotaje de la circulación automática de las promesas de pago comerciales y vuelve muy difícilmente empleables a una elevada masa de los factores desempleados en medio de una recesión.
Podría decirse, por tanto, que una función esencial del dinero es la de ser el instrumento definitivo para extinguir deuda. En realidad, no obstante, esta función de extintor último de deuda es sólo una manifestación de un cometido más profundo: la de ser la reserva última de liquidez de un sistema económico, esto es, el último depósito de valor líquido. El dinero, al ser un bien presente líquido y no un pasivo de otros agentes, permite a sus tenedores escindirse temporalmente del sistema financiero y productivo: los agentes pueden conservar su patrimonio sin prestar su capital a otros agentes o sin inmovilizarlo en procesos productivos. Precisamente por eso, la función de extinguir la deuda es vital: porque la extingue de un modo definitivo sin generar nuevas deudas dentro del sistema. Sin convertibilidad de las deudas en dinero, la única forma de extinguir una deuda es generando o manteniendo vivas otras deudas, impidiendo una profunda purga de las malas inversiones; con convertibilidad, en cambio, las deudas se extinguen y los agentes pueden resguardarse fuera del sistema económico y financiero hasta que éstos se hallen lo suficientemente saneados como para que valga la pena volver a entrar (mientras tanto, el agente reserva su patrimonio de forma líquida fuera del sistema).
Es en este sentido en el que puede afirmarse que lo que vuelve al consumidor verdaderamente soberano es el dinero (entendido éste como bien presente líquido). En tanto en cuanto el crédito circulante pueda ser empleado como medio de pago y en tanto en cuanto los bancos puedan crear irrestrictamente ese crédito circulante, parece claro que mercancías invendidas no deseadas por los consumidores podrían terminar siendo adquiridas merced a la creación de un excesivo e insostenible volumen de crédito circulante. Lo mismo cabe decir, en tal caso, con respecto a los consumidores aplazados, esto es, los ahorradores: en tanto en cuanto los bancos puedan refinanciar de manera irrestricta a los malos inversores, los ahorradores serán incapaces de hacer prevalecer sus deseos en el mercado (qué producir en el futuro y cómo producirlo) por la vía de retirar la financiación a los malos planes empresariales. Es sólo gracias a que el crédito circulante de la banca no puede ser ilimitado debido a la convertibilidad de sus pasivos en dinero por lo que, en última instancia, la soberanía del consumidor y del ahorrador pueden prevalecer; y es sólo porque el dinero es un depósito de valor líquido exógeno al sistema financiero por lo que la actividad de este último queda necesariamente acotada.
Antal Fekete considera que el bien económico que hasta la fecha ha acreditado unas mejores propiedades para ser dinero y que, de hecho, ha sido elevado por el mercado a la categoría de dinero es el oro (y en menor medida la plata). Así las cosas y atendiendo a todos los desarrollos anteriores, el economista húngaro reclama que la Escuela Austriaca incorpore a su acervo intelectual una teoría positiva del oro en contraposición con la teoría negativa ahora mismo prevaleciente como consecuencia de las raíces ricardianas de Mises.
Más en concreto: la rama dominante de la Escuela Austriaca tiende a considerar al oro un buen dinero por cuanto su cantidad no puede incrementarse significativamente; como David Ricardo, su obsesión es que la cantidad de dinero no experimente grandes fluctuaciones para evitar que se desaten movimientos inflacionistas. Por el contrario, la teoría positiva del oro tiende a resaltar las propiedades óptimas del oro (entre las que se encuentra la limitación cuantitativa) para desempeñar la función de depósito de valor y, por tanto, ser la piedra angular en la autorregulación de la calidad del crédito circulante, evitando así no sólo movimientos inflacionistas y deflacionistas en los precios, sino sobre todo en los tipos de interés a largo plazo.
A sus 80 años, el profesor Antal Fekete merece ser considerado como uno de los grandes economistas monetarios que nos ha brindado la rica tradición de la Escuela Austriaca. De hecho, bien podríamos decir que se trata del más mengeriano de los seguidores de Menger y del artífice de una reconstrucción del paradigma monetario de la Escuela Austriaca asentado sobre unos pilares mucho más sólidos, realistas y subjetivistas.

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