A raíz de mi último artículo en VLC News (Por qué habría que cerrar todas las televisiones públicas), mi compañero de parrilla Andrés Aberasturi publicó una columna titulada ¿Por qué lo público no puede ser viable? donde concluía con una reflexión merecedora de atención: “No sé si aún hay posibilidades de salvar RTVV, pero me sigo negando, pese a todo, que lo púbico –por definición– no sea viable. Sólo se trata de ser honrados y practicar la honestidad”. ¿Realmente basta con ello?
El problema económico básico que debe resolver un grupo de personas es cómo organizarse para que todos ellos salgan ganando a través de la consecución cooperativa de sus fines más valiosos. No existe una respuesta estándar o predeterminada para esta dificultad: los gustos de cada persona, los recursos materiales disponibles, el nivel de desarrollo tecnológico alcanzado y, sobre todo, el cambiante conocimiento sobre estos tres elementos anteriores, condicionan organizaciones humanas muy distintas en cada momento y lugar. Desgraciadamente, para conocer cuáles son esas organizaciones humanas mejores en cada momento y lugar sólo nos queda tratar de descubrirlas mediante procesos de tanteo: prueba y error permanente para equivocarnos, rectificar, volver a equivocarnos, rectificar de nuevo y, quizá, terminar acertando. Justamente, el indicador que nos señaliza nuestro acierto son las ganancias empresariales: que una determina agrupación de personas y recursos genere un mayor valor (ingresos) que aquel que habría podido en otras zonas de la economía (gastos).
En este sentido, los mercados libres son infinitamente superiores a órganos de planificación centralizada como los Estados. Por un lado, muchas burocracias estatales ni siquiera aspiran a ser rentables y, por tanto, a generar más valor del que destruyen: basta con que el sector público las alimente con el dinero arrebatado a los contribuyentes para cubrir sus agujeros; en este sentido, el caso de las Televisiones Públicas ha sido harto ilustrativo. Por otro, aun cuando una burocracia estatal persiga el ánimo de lucro como brújula empresarial, el proceso político es muchísimo más rígido y torpe que el proceso de mercado: las servidumbres y regulaciones estatales sobre su burocracia le restan flexibilidad y dinamismo para adoptar continuamente el nuevo conocimiento adquirido (es verdad que lo mismo puede suceder en una gran empresa burocratizada, pero nada evita que aparezcan nuevos competidores más flexibles y terminen barriéndola del mercado); de nuevo, la revolución en las nuevas modalidades de televisión a la carta frente a la anquilosada operativa de los medios públicos constituye un visual ejemplo.
Por consiguiente, en contra de lo que podría parecer, la honestidad no basta para que termine siendo viable un proyecto promovido por el Estado (nota al margen: no hay nada tan deshonesto como el propio Estado, asentado sobre el expolio sistemático de la población). Como tampoco basta, ciertamente, la honestidad para que un proyecto empresarial termine siéndolo. La diferencia es que el proyecto privado o genera valor o termina desapareciendo; el proyecto público puede mantenerse indefinidamente.
Con todo, no es inconcebible que un proyecto estatal pueda terminar saliendo bien. Imaginemos que el sector público desembolsa 1.000 millones de euros para crear una televisión estatal, contrata a cualquier buen gestor que actualmente esté dirigiendo con solvencia una cadena privada, le dota de absoluta flexibilidad y consigue crear un medio audiovisual altamente rentable. ¿No justificaría ello dejar abierta una pequeña rendija para que el sector público sí pueda emprender (por ejemplo, creando televisiones públicas bien gestionadas y rentables)? No, no lo haría.
Primero por un elemental pragmatismo: la probabilidad de que ese idealizado escenario acaezca es bastante escasa. ¿Cuántos pufos somos capaces de tolerar con tal de alcanzar un éxito improbable? El caso de las televisiones públicas es de nuevo flagrante: ¿es concebible que haya una televisión pública de calidad y rentable? Es concebible. ¿Justifica esa remota posibilidad que Canal 9 o cualquier otra ruinosa televisión pública sigan abiertas? Tras 25 años de fiascos televisivos y de exasperante servilismo frente al partido gobernante, uno debería claudicar honradamente de seguir dilapidando el dinero del contribuyente durante otros 25 años por si acaso la aventura audiovisual de nuestros políticos termina saliendo bien en algún siglo futuro.
Y segundo porque, aun cuando efectivamente los proyectos empresariales de nuestros políticos tuvieran una razonable probabilidad de éxito (que no la tienen), nada justificaría arrebatarle su dinero a la ciudadanía para costear un proyecto empresarial que, en cualquier caso, implicaría riesgo. ¿Se imaginan que Telefónica dijera: “tengo pensado acometer una ampliación de capital para expandirme por India y todos los españoles la financiará comprando obligatoriamente una parte de las nuevas acciones que emita”? Tal comportamiento nos resultaría inconcebible e inadmisible: si Telefónica –o cualquier otra empresa– desea captar capital para expandir su base de operaciones, solo deberían proporcionarle ese capital aquellos ahorradores que consideren su proyecto una buena combinación de rentabilidad-riesgo y no el conjunto de los ciudadanos que aborrezca su plan de negocios. Pero si nos resultaría marciano que Telefónica costeara sus proyectos convirtiendo a los españoles en sus accionistas forzosos, ¿por qué aceptamos sumisos que el Estado sí lo haga (o que lo hiciera, en el caso de Telefónica antes de ser privatizada)? Los casos son absolutamente simétricos y ambos deberían ser rechazados de frente: una vez abierta la Caja de Pandora, ¿dónde está el límite? ¿Qué alocadas ideas empresariales merecen ser sufragadas forzosamente por todos y cuáles no? No olvidemos que los planes de negocio técnicamente posibles son virtualmente infinitos y que la cuestión económica esencial es discriminar entre ellos para escoger, prueba y error mediante, los óptimos en cada momento.
Pero el asunto todavía es peor de lo que parece: aun cuando un plan de negocios pergeñado por el Estado sea rentable en un comienzo, puede dejar de serlo en cualquier momento. Una televisión puede ser muy rentable hasta que aparecen innovaciones disruptivas como Netflix o las bibliotecas audiovisuales de Internet que modifican las bases de su modelo de negocio y pueden abocarla a la ruina. Toda empresa, pública o privada, está condenada a terminar muriendo más pronto o más tarde (en algunos pocos casos, tremendamente tarde), superada por otras compañías mejor adaptadas a las necesidades de los consumidores. ¿Cuál es el motivo de exponer coactivamente a todos los ciudadanos a ese riesgo de descapitalización? Ninguno: sólo aquellos que sigan confiando en la viabilidad y rentabilidad futura de un negocio deberían cargar con ese riesgo (por cuanto esperan que las ganancias que obtendrán compensan la posibilidad de experimentar pérdidas). Con las empresas públicas nada de esto sucede: somos accionistas forzados de proyectos que pueden terminar arrojando gigantescas pérdidas y cuyo barco no podemos abandonar en ningún momento.
En definitiva, debido a los problemas de información y a los incentivos perversos a los que se enfrenta el sector público, será muy complicado que consiga fomentar empresas públicas que no destruyan valor. Pero, aun cuando subsistiera un cierto resquicio de esperanza, no existen buenas razones para que el político de turno convierta a los ciudadanos en accionistas-rehenes de sus corazonadas empresariales. Máxime cuando contamos con un marco institucional mucho más adaptativo a la información cambiante, con incentivos mejor ordenados y asentado enteramente sobre relaciones voluntarias: los mercados libres. Aplicado al caso de las televisiones públicas: dado que todo lo rentable que hace o podría hacer Canal 9 puede reproducirse en una televisión privada financiada por quienes sí confíen en ese arriesgado proyecto empresarial, no hay ninguna razón para que asalte el ahorro de los contribuyentes valencianos con el propósito de seguir financiándola. Con total independencia de si el ente público puede o no puede ser viable y, también, con total independencia de si estamos hablando de televisiones públicas o de educación, sanidad, pensiones o medio ambiente.
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