Manuel Hidalgo, Kamal Romero, Gonzalo López, Jorge Díaz y Borja Barragué han vuelto a replicar a las críticas que lancé contra el primer artículo en el que me criticaban. Permítanme, antes de nada, enlazar la serie de artículos en su orden cronológico para que el lector interesado pueda seguir la cadena:
- “¿Perjudica la desigualdad al crecimiento económico?”, de Juan Ramón Rallo
- “La desigualdad no genera infelicidad”, de Juan Ramón Rallo
- “Desigualdad, pobreza y desvergüenza intelectual”, de Manuel Hidalgo, Kamal Romero, Gonzalo López, Jorge Díaz y Borja Barragué
- “Desigualdad, crecimiento y sectarismo intelectual”, de Juan Ramón Rallo
- “Desigualdad y crecimiento: una relación convulsa”, de Manuel Hidalgo, Kamal Romero, Gonzalo López, Jorge Díaz y Borja Barragué
Lo primero que querría es agradecer el cambio de tono de los cinco autores. No sé si fue su intención inicial o no pero su primera crítica tenía más de ataque personal y de causa general contra mí que de crítica ponderada a la literatura científica tratada. No es el caso de esta segunda réplica, donde sí se desciende con más cuidado a los papers referenciados, se evitan descalificaciones personales y efectúa comentarios útiles (correctos o no) sobre su significado y limitaciones metodológicas.
El objetivo de la presente réplica es analizar hasta qué punto las valoraciones que efectúan estos autores sobre los papers que empleé en mis artículos originales desmienten las conclusiones alcanzadas o no. Por ello, permítaseme también que, antes de comenzar, exponga nuevamente cuáles son esas conclusiones:
- La desigualdad de rentas puede acarrear efectos negativos sobre el crecimiento (por deterioro del capital humano y por ruptura de la cohesión social) pero también efectos positivos (vía incentivos a la formación y al ahorro). El resultado a priori es indeterminado.
- Un meta-análisis de los papers que estudian la relación entre desigualdad de renta y crecimiento concluye que la misma es estadísticamente significativa, pero no económicamente relevante (Neves et alii 2016).
- La desigualdad que se gesta por un empobrecimiento de las rentas bajas sí tiene efectos negativos sobre el crecimiento; la que se gesta por un aumento de las rentas altas posee efectos positivos (Voitchovsky 2005).
- La desigualdad en los países desarrollados no tiene efectos negativos sobre el crecimiento; la desigualdad en los países en vías de desarrollo sí (Kolev y Niehues 2016).
- En definitiva, la desigualdad que resulte del enriquecimiento de aquellos individuos que se esfuercen, que ahorren y que innoven es positiva para el crecimiento económico (Castells-Quintana y Royuela 2017).
- La desigualdad de la renta —como variable separada de otras variables socioeconómicas— puede acarrear efectos negativos sobre la felicidad (por la llamada “ansiedad de estado”) pero también efectos positivos (por el llamado “factor esperanza”). El resultado a priori es indeterminado.
- La desigualdad de rentas no tiene ninguna influencia sobre la felicidad en los países desarrollados y está vinculada a una mayor felicidad en los países en vías de desarrollo (Kelley y Evans 2017).
Analicemos ahora los comentarios que efectúan los cinco autores sobre cada uno de estos papers y veamos su compatibilidad con estas conclusiones:
- Sobre (Neves et alii 2016): Se reconoce que es una buena idea arrancar cualquier discusión que una meta-revisión de la literatura relevante, y consideran que el paper de (Neves et alii 2016) constituye un posible buen punto de partida. Se acepta que la meta-revisión de (Neves et alii 2016) llega a la conclusión de que el efecto de la desigualdad sobre el crecimiento económico es estadísticamente significativo pero no económicamente relevante, aunque se matiza que ese efecto medio sin relevancia económica podría deberse a: a) sesgos de publicación que los propios autores de la mata-revisión reconocen; b) un solapamiento de efectos de la desigualdad sobre el crecimiento (esto es, la desigualdad sí afecta por múltiples canales al crecimiento, pero sus efectos se terminan compensando entre sí).
- Celebro que se reconozca que, en términos medios, el conjunto de papers publicados sobre esta cuestión sostienen que la desigualdad tiene efectos irrelevantes sobre el crecimiento económico, cosa que evidentemente no significa que cualquier desigualdad sea irrelevante sobre el crecimiento. El efecto hallado por el conjunto de papers, no corregido por sesgos, es de una reducción de 0,015% puntos del PIB por cada punto de aumento del Gini. Para encontrar un resultado análogo puede consultarse (Dominicis 2008).
- Los resultados anteriores deben, en efecto, corregirse por los sesgos de publicación: Neves et alii detectan dos sesgos como relevantes (sesgo de relevancia estadística y sesgo de patrón temporal). Sin embargo, la corrección de estos sesgos no sólo no aumenta el efecto negativo de la desigualdad sobre el crecimiento, sino que lo reduce: por ejemplo, la corrección del sesgo por relevancia estadística minora el efecto negativo de la desigualdad a 0,0062% puntos menos del PIB por cada punto de incremento del Gini. Prácticamente nada.
- Como decíamos, lo anterior no significa que ninguna desigualdad afecte en nada al crecimiento, sino que dependerá de los canales por los que se transmita. Por eso, Neves et alii detectan distintos efectos sobre el crecimiento en función de las variables concurrentes tras corregir los sesgos: si la desigualdad de la renta tiene lugar en países subdesarrollados el efecto medio más elevado es de una reducción de 0,024% puntos del PIB por cada punto que aumente el Gini; asimismo, la desigualdad de riqueza se estima que tiene efectos más nocivos que la desigualdad de renta (si se produce entre los países subdesarrollados, el efecto medio más elevado es de una reducción del PIB de 0,037% por cada punto de aumento del Gini, lo cual sí podría tener su importante en países a los que les separa 10-15 puntos de Gini con respecto a los occidentales).
- Lo anterior sólo hace que avalar la tesis que sostuve en el primer artículo: la desigualdad de renta afecta negativamente al crecimiento en los países subdesarrollados y no es relevante en los desarrollados. Por supuesto, la desigualdad de riqueza merece un estudio aparte, pues afectará al crecimiento por canales distintos a los de la renta. Por ejemplo, en (Bagchi y Svejnar 2015) encontramos que la desigualdad de riqueza sólo afecta negativamente al crecimiento cuando la concentración de riqueza se debe a las conexiones políticas, no cuando es el resultado de la interacción del mercado.
- Sobre (Voitchovsky 2005): Los autores explican que este artículo demuestra que no es necesario crear un totum revolutum para encontrar relación negativa entre desigualdad y crecimiento. A su vez, consideran que el análisis de Voitchovsky es débil, dado que sólo es capaz de probar su tesis de que la desigualdad en la parte alta de la distribución de la renta es positiva para el crecimiento limitando enormemente la muestra de datos analizados. Sus resultados no serían, pues, concluyentes, ya que en buena medida contradicen los de otros trabajos más ricos en datos, como el de (Dabla-Norris et alii 2015), los cuales encuentran que el crecimiento es menor cuanto mayor porcentaje de la renta se concentre en los quintiles más elevados de renta.
- Primero aclarar la crítica velada que oculta su comentario sobre el “totum revolutum”: yo no dije que fuera necesario mezclar datos muy heterogéneos para hallar una relación negativa entre crecimiento y desigualdad. Mi comentario —que no debió entenderse— se refería a que al medir el efecto medio de la desigualdad sobre un pool de datos muy variado por necesidad nos proporcionaría un efecto medio agregado que no distinguiría entre canales de transmisión de la desigualdad. Esto es exactamente lo mismo que los cinco autores reconocían párrafos antes: “Dada la disparidad de los estudios que manejan, los autores se plantean una pregunta: ¿el impacto de la desigualdad es homogéneo e idéntico en todos los estudios? La respuesta es que no. Neves et al. (2016) llevan a cabo varios test de “homogeneidad” para terminar concluyendo que ese impacto medio que obtienen (significativo pero con poca relevancia económica) está escondiendo múltiples efectos cruzados internos que han de desentrañar”. Por tanto, este reproche velado no está justificado: todos decimos lo mismo a este respecto. (Voitchovsky 2005) es solo un paper que ilustra el distinto efecto de la desigualdad sobre el crecimiento según el origen de esa desigualdad.
- Segundo, es verdad que los resultados del (Dabla-Norris et alii 2015) aparentemente contradicen los de (Voitchovsky 2005), pero solo aparentemente. Primero, (Dabla-Norris et alii 2015) concluyen que una mayor concentración de renta en los quintiles altos reduce el crecimiento, pero esta conclusión no es estadísticamente significativo (su significación estadística es inferior al 10%, frente al 5% del análisis de Voitchovsky). Segundo, (Dabla-Norris et alii 2015) sí ofrece resultados significativos (su significación es inferior al 5%) para los quintiles bajos de renta: es decir, si el porcentaje de renta en los quintiles bajos aumenta, el efecto negativo de la desigualdad sobre el crecimiento se reduce. En otras palabras, (Dabla-Norris et alii 2015) sí recoge que un aumento de la desigualdad por empobrecimiento de las rentas bajas empeora el crecimiento (o, a la inversa, que un enriquecimiento de las rentas bajas mejora el crecimiento); en cambio, no recoge, con significación estadísitca, que una reducción de la desigualdad por reducción de las rentas altas mejore el crecimiento (o, a la inversa, que un empobrecimiento de las rentas altas mejore el crecimiento). Por tanto, los resultados de (Dabla-Norris et alii 2015) son compatibles con los de Voitchovsky, no contradictorios.
- Sobre (Kolev y Niehues 2016): Los autores siguen insistiendo en su anterior argumento de que este trabajo no debe ser considerado como relevante debido a la reducida muestra de datos y al corto horizonte temporal que utilizada. En contraste, recomiendas los papers de la OCDE (Cingano 2014) y del FMI (Ostry et alii 2014), los cuales llegan a conclusiones opuestas a las de (Kolev y Niehues 2016). De hecho, (Kolev y Niehues 2016) solo son capaces de eliminar el efecto negativo de la desigualdad sobre el crecimiento reduciendo el tamaño de la muestra, “lo cual es llamativo y señala que los resultados de estas dos economistas muy posiblemente están condicionados por el tamaño de la muestra”.
- Como ya dije en mi anterior réplica (y voy a repetirlo dado que no he obtenido respuesta), vuelvo a destacar el sesgo de los autores a la hora de rechazar las conclusiones de Kolev y Niehues. Para nuestros cinco analistas, la muestra que presentan Kolev y Niehues es insuficiente para sacar conclusión: 682 observaciones de 113 países desde 1970 (no desde 1990, como dijeron en su primera crítica). En cambio, el paper que ellos recomiendan de la OCDE (Cingano 2014) apenas contiene 127 observaciones de 31 países a partir de 1990. ¿Por qué (Cingano 2014) sirve pero (Kolev y Niehues 2016) no? Es más, en esta nueva réplica nos encontramos con una nueva arbitrariedad: nuestros cinco autores nos han recomendado en párrafos anteriores el paper de (Dabla-Norris et alii 2015) al que ya nos hemos referido: pues bien, ese paper se fundamenta en 773 observaciones de 159 países desde 1980. Esto es, la muestra de (Kolev y Niehues 2016) es casi idéntica a la de (Dabla-Norris et alii 2015), e incluso superior en su extensión temporal: ¿por qué una sirve y la otra no?
- Aun así, uno podría concluir que hay que rechazar las conclusiones de (Kolev y Niehues 2016) en favor de las de (Ostry et alii 2014) dado que la muestra de este último paper es superior. Pero el caso es que sus conclusiones son del todo compatibles y, a su vez, son compatibles con la meta-revisión de (Neves et alii 2016). Lo que dice (Ostry et alii 2014) es que la desigualdad afecta negativamente al crecimiento en el conjunto del planeta: a esa misma conclusión también llevan Kolev y Niehues cuando su muestra contiene países OCDE y no-OCDE. Sin embargo, cuando Kolev y Niehues sólo incluyen países OCDE —ejercicio que no practica (Ostry et alii 2014)—, la desigualdad deja de ser negativa para el crecimiento y pasa a ser positiva (aunque el efecto no es estadísticamente significativo, así que puede descartarse: simplemente no hay relación). Es decir, como ya vimos en la meta-review, la desigualdad de la renta afecta negativamente a los países no desarrollados y es irrelevante en los desarrollados. No veo por qué debe rechazarse (Kolev y Niehues 2016) cuando a) utiliza una muestra mayor y una estimación más sólida que la de (Cingano 2014), paper que nuestros autores recomiendan; y b) proporciona resultados compatibles con el consenso.
- Sobre (Castells-Quintana y Royuela 2017): Los cinco analistas reconocen que la desigualdad podría ser positiva para el crecimiento vía incentivos pero también negativa vía merma de las potencialidades de los individuos. Sin embargo, consideran que no puede usarse este paper para demostrar esta hipótesis, dado que sus propios autores reconocen que el efecto neto de la desigualdad es negativo en un 80% (sólo el 20% de la desigualdad es de tipo positiva).
- Vuelvo a repetir lo que ya dije en su momento. Lo que este paper pone de manifiesto es que empíricamente la desigualdad que aumenta los incentivos sí es positiva para el crecimiento. En cambio, la desigualdad que empobrece a los ciudadanos es negativa para el crecimiento. No se trata de que la desigualdad en agregado sea positiva o negativa: como los cinco analistas reconocían antes, es imprescindible desentrañar los distintos canales por los que se manifiesta la desigualdad. Algunos de esos canales serán positivos y otros negativos: la cuestión es luchar contra la desigualdad negativa (que, en esencia, es desigualdad por pobreza) y respetar la desigualdad positiva (que, en esencia, es desigualdad por creación de riqueza). Vuelvo a citar a Castells-Quintana y Royuela, pues creo que proporcionan el mejor resumen posible de su paper: “Cuando la desigualdad está asociada a la inestabilidad política y la conflictividad social, al rent seeking y a políticas distorsionadoras, a menores capacidades de inversión en capital humano, y a un mercado interno estancado, lo esperable es que perjudique al crecimiento económico, tal como han señalado numerosos autores. Así, en tales casos, mejorar la distribución de la renta puede potenciar el crecimiento económico, sobre todo en países pobres donde los niveles de desigualdad son normalmente muy altos. Sin embargo, un cierto grado de desigualdad también puede ser positivo, como también ha sido argumentado desde un punto de vista teórico por la literatura científica y como este paper evidencia empíricamente. Un cierto grado de desigualdad puede desempeñar un rol beneficioso sobre el crecimiento económico cuando la desigualdad viene motivada por las fuerzas del mercado y está relacionada con el trabajo duro y con motores del crecimiento tales como la asunción de riesgos, la innovación, la inversión en capital y las economías de aglomeración”.
- Sobre (Kelley y Evans 2017): Los cinco críticos repiten exactamente lo que dijeron en su anterior réplica: que el paper no demuestra que la desigualdad esté asociada con mayor felicidad en países subdesarrollados, sino que la desigualdad está asociada con una mayor renta en los países subdesarrollados, y es esa mayor renta la que está asociada a una mayor felicidad.
- Dado que ellos repiten sus argumentos sin responder a los míos, yo vuelvo a repetir los mismos. El análisis de Kelley y Evans no vincula el aumento de la felicidad en los países desarrollados al aumento de la renta de los pobres: precisamente, todo el paper de Kelley y Evans es un intento de medir la influencia de la desigualdad sobre la felicidad, desligándola de la influencia positiva que sí tiene un incremento de la renta sobre la felicidad. Como ya he explicado, ambos autores atribuyen la correlación positiva entre felicidad y desigualdad en los países en vías de desarrollo al “efecto esperanza” de que los pobres actuales verán aumentar sus rentas en el futuro. Tan es así que los autores tienden a cuestionar las políticas de redistribución de la renta por el daño que pueden causar sobre la felicidad: “En los países en vías de desarrollo, la desigualdad contribuye a incrementar la felicidad. Esto da que pensar que los actuales esfuerzos de agencias como el Banco Mundial, consistentes en reducir la desigualdad de la renta, dañan potencialmente el bienestar de los países pobres”. Kelley y Evans decididamente no dicen aquello que los cinco analistas dicen que dicen.
En definitiva, los comentarios que hacen los cinco críticos a propósito de la “relación convulsa” entre desigualdad y crecimiento no hacen más que avalar las tesis expuestas en mis artículos: la desigualdad de la renta no es relevante sobre el crecimiento en países desarrollados y sí lo es en países subdesarrollados; a su vez, la desigualdad por empobrecimiento de las rentas bajas es perjudicial, mientras que la desigualdad por enriquecimiento de las rentas altas es o irrelevante o beneficiosa; y, más en concreto, la desigualdad beneficiosa es aquella que deriva de una mayor creación de riqueza vía innovación, inversión y asunción de riesgos.
Por supuesto, todo esto únicamente muestra cuál es la relación entre desigualdad y crecimiento de acuerdo con la evidencia actualmente disponible. Nadie está diciendo —porque nadie puede decir esto nunca— que estas relaciones sean irrefutables por cualquier nueva evidencia que pueda aparecer en el futuro o que sean inmutables con respecto a cualesquiera otras modificaciones que puedan acaecer en sociedad. Esto es una perogrullada que no debería ser necesario explicitar cada vez que se haga alguna afirmación sobre el estado de la evidencia científica: en ciencia no existen verdaderas irrefutables, menos en ciencias sociales caracterizadas por relaciones enormemente complejas y no fácilmente simplificables a rígidas conexiones de causalidad. Pero ello no debería impedirnos indicar cuál parece que, en función de la evidencia actual, es el estado presente de la cuestión.
Por eso tampoco me parece de recibo que los cinco analistas insinúen, sin mencionarme en toda su nueva réplica, que yo integro el grupo de economistas dogmáticos y reacios al estudio de la evidencia (erizos) y ellos, en cambio, forman parte de los economistas que buscan la verdad aun cuando no alcancen a conclusiones sólidas y coherentes (zorros). Ni yo antepongo la ideología a la ciencia ni ellos anteponen la ciencia a la ideología: por mi parte intento conformar mi ideología a partir de la ciencia (aunque no sólo de la ciencia económica; existen otras disciplinas como la ética que pueden ser tan o más importantes a la hora de determinar aquellas proposiciones normativas que integran nuestra ideología) e imagino que ellos harán lo propio. Lo anterior no quita que todos tendamos a ser menos críticos con los papers que refuerzan nuestra ideología que con los papers que la contrarían: no necesariamente porque queramos manipular la realidad para imponer nuestra ideología a toda costa, sino porque, dada una ideología conformada por un stock previo de evidencias científicas complementarias, es más fácil aceptar nueva información que encaje con ese stock de evidencias previo que aquello que lo contradiga. Por ejemplo, si uno cree que la educación pública es positiva para el crecimiento y la igualdad —y puede creerlo porque toda la evidencia que conozca apunta en esa dirección—, tenderá a aceptar con mayor facilidad aquella nueva evidencia que refuerce esa creencia (aquella evidencia que considere coherente con la evidencia previa) que aquella otra que la contraríe. Lo mismo sucede con la visión del proceso de coordinación económica a través de los mercados: aquellos que, por multitud de motivos científicamente válidos consideran que los mercados tienden a minimizar la descoordinación social, aceptaremos prima facie como coherente aquella evidencia que encaje en esa visión y tenderemos a dudar de que aquella otra que la contradiga. Permítanme que ponga un ejemplo: si yo creo que todos los cisnes son blancos, tenderé a aceptar instintivamente que todos los cisnes blancos con los que me encuentre son realmente blancos y no cisnes negros que han sido tintados de blanco.
Insisto: nada de esto significa que rechacemos evidencia contraria a nuestras tesis o que nos esforcemos por manipularla. Significa que, instintivamente, aceptamos prima facie aquello que corrobora nuestras (fundadas) creencias previas que aquello que las refuta. Y también repito: esto no es algo exclusivo de una determinada ideología (verbigracia, la ideología liberal). Por ejemplo, uno de los cinco autores suscribía ayer la máxima de que “extraordanary claims require extraordinary proof”, es decir, debemos ser laxos con los ordinary claims y rigurosos con los extraordinary claims. ¿Pero qué afirmaciones son ordinarias y cuáles extraordinarias? Cualquier persona honesta conformará su ideología en función de lo que considere que son “afirmaciones ordinarias” y por tanto relajará las pruebas que exija para confirmar esas afirmaciones ordinarias, mientras que se volverá extremadamente escrupuloso con lo que repute “afirmaciones extraordinarias”. Eso es exactamente lo que han hecho los cinco autores: desde su punto de vista, mi afirmación de que la desigualdad no perjudicaba al crecimiento constituía una “afirmación extraordinaria” (pese a que, como hemos visto, la evidencia actualmente disponible se acumula en torno a esa proposición), y por eso saltaron a mi cuello con una agresividad verbal poco recomendable. ¿Significa eso que ellos sean “erizos” (economistas dogmáticos) que intentan subordinar la evidencia disponible a su concepción previa de la realidad? No, significa que mis afirmaciones no encajaban con su cosmovisión del mundo y la sometieron a un enorme escrutinio crítico que —confío— hayan matizado muy sustancialmente tras revisar la evidencia sugerida. Nada de ello me lleva a calificarles de deshonestos: sí de economistas con su propio sesgo ideológico. ¡Pero es que todos tenemos un sesgo ideológico! (una inercia ideológica). Eso no es necesariamente deshonestidad siempre que estemos abiertos a falsar y modificar nuestras ideas: y creo que aquí todos lo estamos. Ojalá no sufriéramos de sesgo de confirmación, pero lo tenemos y es del todo lógico que así sea. Distingamos entre sesgos flexibles y falsables y sesgos dogmáticos e inflexibles: lo primero es una actitud humana y científica; lo segundo una actitud humana y acientífica.
Y precisamente a este respecto, me gustaría terminar el artículo con un comentario más amplio sobre lo que ha ocurrido, especialmente en redes sociales, durante estos últimos días. La academia ha de ser un espacio crítico con cualquier idea: es un espacio para proponer hipótesis, verificarlas, refutarlas, replantearlas, reverificarlas, re-refutarlas, etc. Pero que la academia deba ser eso no significa que siempre sea eso. En general, creo evidente que año a año estamos asistiendo a un importante progreso científico en muchos campos gracias a los académicos, de modo que en general la academia funciona aceptablemente bien. Sin embargo, no todos los académicos se comportan siempre bien, en esencia porque son humanos y como todos los humanos pueden sucumbir a sesgos inflexibles, intereses espurios y fobias irracionales.
A raíz de la primera réplica crítica de estos cinco analistas, con un tono totalmente desafortunado y aparentemente dirigido a minar mi credibilidad y honorabilidad, muchos académicos (y no académicos) se unieron en las redes sociales a una cacería contra mi persona (no me refiero a los cinco autores de la crítica, los cuales se han disculpado por el lenguaje y han aclarado que no pretendían atacarme personalmente, sino a los argumentos específicos empleados en este caso). Algunos incluso llegaron a afirmar que la crítica de estos cinco analistas constituía una enmienda a la totalidad de “mi obra”; otros llegaron a negarse en rotundo a leer mi réplica y cualesquiera otros textos que publicara; y algunos tildaron apresuradamente mi texto de “charlatanería económica” sin tiempo material a revisar la literatura. He de decir que estas actitudes son indignas de la academia: prácticamente todos —sobre todo los que emitieron opiniones más duras y contundentes— dieron por buenos los argumentos de mis cinco replicadores sin leer mis artículos o sin leer los papers que referenciaba. No les importaba, porque su objetivo no era corregir errores que, como todas las personas, podría haber cometido yo, sino atacarme personalmente al margen de la corrección o incorrección de las opiniones emitidas. Es del todo rechazable que los académicos tomen partido de manera tan radical —y se dediquen a insultar tan gratuitamente— sin siquiera comprobar si había motivos fundados para ello o no: en este caso, cayeron víctimas no de un sesgo flexible (“creo que Rallo suele equivocarse pero voy a comprobar si es así en este caso”) sino de un sesgo completamente dogmático, arrogante y petulante (“Rallo se equivoca siempre y ni siquiera voy a molestarme a comprobar, antes de insultarle, si se ha equivocado en este caso”). Este tipo de comportamientos no hacen más que exteriorizar todos aquellos aspectos negativos que también tiene la academia: egos, celos, búsqueda de status, parcialidad camuflada de imparcialidad, arrogancia para señalizar falsa certeza, ocultamiento de sesgos, etc. Me resulta muy triste que buenos profesionales en sus campos se comporten como fanáticos irracionales cuando aparecen personas que, por algún buen o mal motivo, los incomodan y a las que desean borrar de la escena pública.
En este caso, hemos terminado comprobando que no había ningún motivo de peso para esa reacción del todo desmedida y que buscaba deliberadamente hacer daño. Los papers que referencié no sufrían los fallos de interpretación que inicialmente se me atribuyeron y, además, constituían una selección obviamente incompleta pero en todo caso razonable para conformarnos una idea general de la evidencia disponible. Muchos de los académicos con bilis contenida aprovecharon la coyuntura para soltarla sin precaución alguna y dudo mucho que ahora opten por recogerla y retirarla de circulación: se valieron de una (incorrecta) oportunidad para ajustar cuentas y la evidencia concreta de este caso —¿manipuló Rallo los papers?— les traía y les traerá absolutamente sin cuidado. Como digo, me apena tanta hipocresía y sectarismo intelectual, pues la academia no debería ser eso o, al menos, debería estar abierta a corregir eso. Valga al menos este caso para colocar a cada uno en su lugar.