Dejemos de huir hacia adelante

Al parecer nuestra salvación sólo puede llegar desde fuera. Convencidos estamos de que, por alguna extraña nigromancia, el dinero “se ha esfumado” y que por tanto es menester traerlo o manufacturarlo, acaso forzosamente, desde el exterior. España se aproxima al colapso porque es incapaz de financiar sus enormes déficits, porque la banca nacional tampoco tiene excesivo músculo por renovar sus deudas al estar cargada de malas inversiones privadas que sólo ha saneado en parte y de una deuda pública patria que podría volverse mucho más tóxica en las próximas semanas, y porque nuestras empresas no consiguen crédito con el que sufragar sus fondos de maniobra. Al parecer, todo se solucionaría si nos prestaran una mayor cantidad de dinero: si se monetizara la deuda pública o fuera comprada por el FMI, si el BCE prolongara todavía más las líneas ilimitadas de crédito para nuestra banca y si, en consecuencia, ésta volviera a descontar efectos comerciales a nuestras empresas… todo volvería a ser como antes.
La teoría tiene diversos problemas, pero el más relevante es la incongruencia de partida: el capital con el que nos financiábamos no ha desaparecido por arte de magia, sino que simplemente ha dejado de fluir hacia nosotros. Los bancos nacionales podrían continuar extendiéndole crédito al Estado y a las empresas si así lo desearan, pero son reacios a hacerlo por varios motivos: primero, porque si quieren alcanzar una ratio mínimamente aceptable de solvencia no pueden seguir cargando su activo, en especial cuando todavía no han reconocido todas sus pérdidas reales; segundo, porque la solvencia de un Estado que se endeuda sin cesar y de unas empresas incapaces de reestructurarse sin desmantelar su negocio no deja de deteriorarse, volviendo la exposición de la banca a estos dos riesgos cada vez más imprudente; y tercero, porque un aumento de su crédito acarrearía como contrapartida un mayor saldo deudor en los mercados interbancarios, y el resto de entidades extranjeras cada vez están menos dispuestas a refinanciar sus posiciones deudores. Y las entidades financieras extranjeras, claro está, restringen su exposición a las españolas por las mismas razones por las que éstas no extienden crédito a deudores nacionales: porque la propia solvencia de los bancos españoles ya está bastante tocada en la medida en que también lo está la capacidad de repago de sus mayores deudores, que son a la vez los principales demandantes de su refinanciación.
En este sentido, la solución inflacionista de que el Banco Central Europeo se convierta en prestamista de última instancia de gobiernos y bancos parece encajar como un guante: si la banca nacional no presta al Estado, que lo haga el BCE; y si la banca extranjera no presta a la nacional, que lo haga también el BCE. El crédito, consecuentemente, volverá a fluir y la economía real, a funcionar. Ahora bien, si estamos diciendo que el problema de nuestros gobiernos, de muchos de nuestros bancos y de algunas de nuestras empresas es de insolvencia, ¿cómo arreglamos la insolvencia de los deudores facilitándoles el acceso al crédito barato? De ninguna manera: lo único que conseguimos es retrasar el problema de un modo parecido al que la banca española ha estado retrasando el estallido del impagado crédito promotor que sigue cargando en sus balances.
A menos que el crédito fuera seguido de todo el impopular paquete de reformas –ajustes presupuestarios y liberalización económica– que permitiría mejorar la solvencia de muchos de nuestros deudores, el manguerazo crediticio será del todo estéril (incluso contraproducente, en la medida en que se llevará al euro por delante).
¿Por qué no buscamos una alternativa, digamos, más honesta y que no implique una masiva redistribución de las pérdidas entre quienes no han contribuido a gestarlas? Pues solución honesta, haberla hayla. Repito en aras de una mayor claridad: en el mundo no hay una carestía de dinero, pues la inmensa mayoría de los medios de pago que empleamos son crédito bancario. Si ese crédito bancario se ha esfumado es porque tanto los bancos como sus deudores están zombies: ni unos quieren prestar ni los otros tienen capacidad para pedir prestado. La cuestión a resolver es cómo restablecer unas relaciones basadas en el crédito que sean fluidas por cuantos todos los agentes tengan la razonable certeza de que pueden fiarse de la capacidad de repago de sus pares.
Y aquí la solución pasa por algo que algunos venimos defendiendo desde 2007 con escaso éxito de audiencia (y así hemos acabado, claro): sanear los balances de todos los agentes incrementando el ahorro público y privado, y permitiendo una reorganización de los planes empresariales. Lo que no sirve es pasar, cual patata caliente, los agujeros financieros de unos agentes (los accionistas y los acreedores de los bancos) a otros (los contribuyentes), porque eso sólo contribuye a enquistar el problema. Tampoco vale seguir endeudándonos a ritmos exorbitantes gracias a la manivela del BCE sin antes haber resuelto el problema de excesivas malas inversiones y de extraordinario endeudamiento que venimos arrastrando desde hace años.
Al contrario, primero tenemos que reconocer las pérdidas reales derivadas de la orgía crediticia previa y asignárselas a aquellos agentes que las gestaron. Segundo, conocido el monto del destrozo, hemos de proceder a la liquidación o recapitalización de quienes sean insolventes. Tercero, tanto para reestructurar o recolocar lo liquidado como para fortalecer lo recapitalizado será menester aumentar nuestro ahorro (reducir nuestra dependencia de la deuda), para lo cual toca gastar menos y producir más. Y cuarto, si de producir más se trata, sobran las regulaciones que bloquean la elaboración de nuevos planes empresariales (todas aquellas que fijen precios, salarios, condiciones de entrada…). Así las cosas, y una vez completadas las reorganizaciones tanto financieras como reales, el crédito volvería a fluir, esto es, “el dinero” regresaría por donde se ha ido: tanto los oferentes como los demandantes del mismo habrían mejorado su situación financiera, restituyendo la confianza necesaria para que dar y tomar prestado.
Por supuesto, los ajustes no son nada sencillos por cuanto suponen que todo el mundo deberá reconocer de golpe que es mucho más pobre; y que lo es no sólo a consecuencia de la burbuja inmobiliaria, sino también de la pésima política económica del Ejecutivo saliente. Pero no existen otros caminos más reconfortantes: todo cuanto suponga inflar todavía más la burbuja de deuda pública para minimizar los desajustes sólo provocará que las pérdidas y el sufrimiento futuro sean mucho mayores que los necesarios a día de hoy. Ya sucedía en 2007 y vuelve a suceder, de manera mucho más intensa, en la actualidad. No retrasemos, por enésima vez, un segundo más lo inevitable.

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