¿El dinero da la felicidad? Una mala pregunta

En general hay que ser bastante escépticos con los imprecisos resultados de esa nueva rama llamada “economía de la felicidad”, pero ello no quita para poder efectuar algunos comentarios sobre la sempiterna pregunta de si el dinero da la felicidad. Por un lado, tenemos la cada vez más desacreditada Paradoja de Easterlin, según la cual, alcanzado un cierto umbral de ingresos, más dinero no da la felicidad. Por otro, nos encontramos con nuevos estudios que indican que sí existe una estrecha correlación entre dinero y felicidad: el último éste.
¿Qué postura es la más correcta? A mi juicio, la pregunta parte de un error y es el de presuponer que todos los seres humanos tienen el mismo concepto de felicidad. Y no me estoy refiriendo a la más simplona idea de que todos alcancemos la felicidad con los mismos medios, sino a que, usando cada cual nuestros propios medios, todos llegamos a un mismo punto de plena satisfacción (el nirvana) que vendría a ser lo que llamamos felicidad.
La perspectiva me parece simplificadora, por cuanto los fines vitales y existenciales de los distintos seres humanos no son idénticos entre sí. De hecho, ni siquiera los fines vitales de un mismo individuo son idénticos en las diferentes etapas de su vida. Comparar la “felicidad” de un crío con la de un anciano o con la de un padre de familia, o comparar la “felicidad” de un asceta con la de un bon vivant o con la de un drogadicto al borde de la sobredosis, no tiene ningún sentido. Son perspectivas radicalmente diferentes que no deberían agregarse entre sí. Un crío será feliz si se le van dando recurrentemente “chutes” de caprichos, el padre de familia si va viendo cómo él y su familia prosperan gracias a su dura dedicación y el anciano sí retrospectivamente comprende que su vida ha sido útil y ha tenido sentido. Lo mismo con el asceta y su recreación espiritual, el bon vivant con sus placeres corporales de medio plazo y el drogadicto con sus «chutes» diarios de narcóticos.
La muy tradicional Pirámide de Maslow intenta capturar esta idea: “la felicidad” que deriva quien se estaba muriendo de hambre y pasa a tener un plato de comida asegurado cada día tiene bien poco que ver con “la felicidad” de quien busca mejorar su comunidad o alcanzar un cierto reconocimiento social. El primero puede sentirse tremendamente feliz gracias a tener alimentos y el segundo puede sentirse un desgraciado si falla en sus objetivos (y cuando digo sentirse me refiero no a una pose exterior, sino a una sensación sincera e incluso fisiológica). ¿Significa ello que el famélico es más “feliz” que el intelectual fracasado cuando probablemente el famélico deseara estar en la posición no sólo económica sino también personal del intelectual fracasado (ser capaz de sentir románticamente el fracaso recurrente en aspectos accesorios que no pongan en riesgo su vida)?
Por consiguiente, antes de preguntarnos si el dinero da la felicidad deberíamos preguntarnos qué es la felicidad para cada persona. La idea de que, cubierto un cierto mínimo, más dinero no incrementa la felicidad puede ser cierta para definiciones muy estrechas y fisiológicas de felicidad (estómago lleno, techo contra la lluvia y relaciones sexuales satisfechas), pero no para otras más elevadas. Volviendo al ejemplo del niño: un niño con 10.000 euros será la persona más feliz del mundo porque podrá malcriarse todo lo que desee (cuestión distinta es si seguirá siendo feliz cuando haya madurado insuficientemente y sea incapaz de desenvolverse en un mundo de adultos); un padre de familia en paro y con 10.000 euros ahorrados puede sentirse extremadamente infeliz.
Mi tesis (bueno, en realidad no originalmente mía, sino de muchos otros pensadores) es que conforme los individuos y las sociedades se van volviendo más largoplacistas, más dinero van necesitando para seguir siendo felices, pues en su definición de felicidad se van incorporando nuevos fines existenciales que trascienden del placer inmediato y de la satisfacción personal: la preocupación por el bienestar de sus hijos, de sus nietos, de sus bisnietos, de su “dinastía”, de su comunidad local, de su comunidad regional, de su comunidad nacional, de su comunidad mundial, del medioambiente, del patrimonio histórico y cultural, etc. Una infinidad de fines potenciales para los que se necesitan muchos más medios (mucho más dinero), aunque sea con el propósito de compartirlos con otros.
Nótese que esto no es exactamente igual a la Pirámide de Maslow: no estoy diciendo que, una vez cubiertas ciertas necesidades, pasamos necesariamente al siguiente nivel. Hay sociedades opulentas que caen en la descivilización y en el cortoplacismo y que terminan desapareciendo, aun cuando podrán reputarse a sí mismas sociedades “muy felices” (si por ejemplo consumen a corto plazo todo el capital acumulado por sus ancestros); por otro, habrá sociedades muy pobres y en crecimiento que, no obstante, podrán considerarse muy infelices por tener unos objetivos muy largoplacistas que, por mucho que crezcan a altos ritmos, no logran alcanzar (si bien esa insatisfacción con el statu quo es lo que las impulsa a mejorar continuamente). Cobertura de necesidades no es igual a felicidad: podemos no tener cubiertas ciertas necesidades genéricas y ser felices (el niño con respecto a la autorrealización personal) o podemos tener cubiertas ciertas necesidades genéricas y no serlo (el intelectual frustrado pero bien alimentado).
En suma, cuidado con las mediciones estadísticas que relacionan dinero y felicidad. Ni la felicidad es una variable homogénea que pueda compararse entre individuos y entre países, ni tiene por qué ser una definición consiste en el tiempo para los mismos individuos y los mismos países. No creo que podamos llegar a una respuesta universal sobre la relación entre dinero y felicidad que vaya más allá de que esta relación dependerá de la definición contingente de felicidad y que, por tanto, casi cualquier cantidad de dinero puede bastar para que algunas personas logren la felicidad y, al tiempo, cualquier cantidad de dinero puede ser insuficiente para que otros la alcancen. Establecer relaciones unívocas e inmutables entre ambas variables (salvo, y de manera muy limitada, como reflejo de un determinado clima social) me parece un ejercicio condenado a fracasar.
Por cierto, y como nota final, siendo la felicidad un concepto con tantas aristas y tan susceptible de mutar y de ser redefinido según nuestra etapa vital, nuestras relaciones sociales, nuestro nivel de formación, etc., debería resultar evidente que salvo en sociedades muy homogéneas, estáticas y, en parte, adoctrinadas, los medios para alcanzar la felicidad de la sociedad deberán ser descubiertos, coordinados y recompuestos bottom-up (desde el individuo y su entorno hasta el conjunto de redes sociales) y no planificados top-down (desde el Estado al conjunto-masa de individuos). Eso incluye el que los individuos, conforme se vayan volviendo más largoplacistas y «solidarios», se preocupen más por el prójimo, cooperen sin esperar retornos monetarios, donen parte de su patrimonio a los más desfavorecidos de su comunidad, etc. Pasos que pueden darse de manera voluntaria en sociedades maduras y largoplacistas, pero que no tiene demasiado sentido imponer forzosamente antes de ese momento. Por eso los Estados de Bienestar pueden terminar siendo torpes esquemas para cubrir (de mala manera) necesidades humanas muy básicas sin en absoluto garantizar la felicidad; al contrario, dada su muy ineficiente provisión, pueden convertirse en todo un obstáculo para lograrla; sólo allí donde emergería espontáneamente una redistribución voluntaria y amplia de la renta, minimizarán la frustración y la infelicidad social (pero en tal caso, qué paradoja, establecer esa redistribución forzosa a través del Estado será innecesario).

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