La crisis llegó sin que nadie supiera muy bien cómo. No sólo porque tan poco nos merecíamos los españoles que el Gobierno nos mintiera que el PSOE no dejó de hacerlo antes y después de las elecciones generales, sino también porque la depresiones económicas no son fenómenos demasiado fáciles de comprender. Al cabo, de la noche a la mañana pasamos de ir viento en popa a toda vela, con pleno empleo, superávits presupuestarios cifrados en 23.000 millones de euros y tasas de crecimiento que eran la envidia de Europa a estar hundidos en una recesión permanente con cinco millones de parados y un déficit público de 120.000 millones de euros.
¿Qué cambió en 2008 para que, de vivir un milagro económico sin precedentes, pasáramos a ser una de las principales amenazas para la recuperación internacional? Bueno, en realidad no cambió nada. La prosperidad experimentada a partir de 2002 no era tal; se trataba sólo un espejismo, fruto del masivo endeudamiento de las familias y empresas españolas que dio lugar a una burbuja de precios en numerosos sectores productivos como el ladrillo. Decía San Agustín que “lo hinchado parece grande pero no está sano”. A la economía española le ocurrió justamente eso: se hinchó de manera insostenible durante cinco años hasta que regresamos forzosamente a la realidad conforme nuestro castillo de naipes se derrumbaba.
Por tanto, ningún arcano debería suponer el brusco cambio desde el ficticio auge a la sombría depresión. Como una familia que vivía de prestado –que adquiría segundas y terceras viviendas, renovaba sus automóviles y daba la vuelta al mundo–, gastamos más de lo que teníamos y cuando se nos agotó el crédito, nos despeñamos. Es lo sucede con las deudas: que algún día hay que pagarlas, y en ese momento de nada sirve huir hacia adelante y falsificar nuestras cuentas.
Ahora bien, por muy imprudentes que pudiéramos ser los españoles, nuestra irreflexión por sí sola no permite explicar cómo pudimos acumular tantas deudas; cómo nuestros prestamistas fueron tan miopes de seguir extendiéndonos crédito sin límite para sufragar nuestros dispendios. No en vano, tenga en cuenta el lector que si nadie incrementa su ahorro para aumentar su oferta de crédito y, al mismo tiempo, todo el mundo comienza a demandar ese escaso crédito de manera compulsiva, su precio, el tipo de interés, debería de dispararse y limitar el endeudamiento.
Sin embargo, nada de esto acaeció en nuestro país. Entre 2002 y 2006 el crédito bancario se multiplicó casi por tres, pese a lo cual el Euribor comenzó 2002 en el 4% y terminó 2006 en el 4%, manteniéndose entretanto por debajo del 3%. Cáspita, nuestro ahorro por los suelos, nuestro endeudamiento por las nubes y, empero, nuestros tipos de interés atados al 4%.
No se vaya a creer que milagrosamente las leyes de la oferta y la demanda entraron en suspenso para España; tan extraño fenómeno también se repitió en EEUU, Irlanda, Inglaterra, Grecia, Portugal, Islandia, Hungría, Letonia y cuantos otros países que hoy cargan con el pesadísimo yugo de la pasada orgía crediticia. La explicación de por qué los tipos de interés no repuntaron para contener el insaciable apetito de deuda de Occidente se resume en dos palabras: bancos centrales.
Los bancos centrales son los monopolios legales de la emisión de dinero. Los privilegios que les han sido concedidos por nuestros gobernantes les permiten manipular a su antojo la oferta de crédito y desvincularla de la realidad; en contra del más elemental sentido común, disfrutan de la prebenda de prestar un dinero que no han ahorrado con anterioridad: simplemente lo crean ex novo.
Eso fue justamente lo que nos sucedió. A partir de 2002, los principales bancos centrales del planeta –la Reserva Federal, el Banco Central Europeo y el Banco de Inglaterra– inundaron los mercados financieros con enormes cantidades de crédito de nueva creación que redujeron artificialmente los tipos de interés hasta mínimos históricos y estimularon el imprudente endeudamiento de toda la sociedad.
Sobre esa burbuja de crédito se construyó la burbuja inmobiliaria y sobre ésta la burbuja del empleo, la del crecimiento económico y la del superávit público. Pinchada la primera una vez los agentes no podían permitirse un apalancamiento mayor, todas las demás fueron viniéndose abajo una tras otra: los precios de la vivienda dejaron de inflarse, los trabajadores dependientes directa o indirectamente de la construcción perdieron sus empleos y la recaudación tributaria derivada de la insana hinchazón de la actividad se esfumó. No se crea, pues, a todos aquellos propagandistas que, embebidos del ideario socialista, repiten que la crisis es una consecuencia del libre mercado: los causantes últimos de esta gravísima crisis son los bancos centrales, monopolios públicos que nada tienen que ver con el libre mercado.
A los españoles sólo nos faltó que el desgobierno socialista de Zapatero desplegara toda su artillería ultraintervencionista para terminar de hundirnos en la miseria. Los banqueros centrales gestaron la recesión y los políticos se encargaron de prolongarla. Como ve, el libre mercado en su máximo esplendor.
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