Muchos serán quienes tendrán la tentación de dividir la gestión económica de Zapatero en dos grandes etapas que, grosso modo, coincidirán temporalmente con sus dos legislaturas: los primeros cuatro años podríamos reputarlos como una etapa de razonable prosperidad y creación de empleo, mientras que la siguiente legislatura bien merecería ser calificada de desastre sin paliativos en todos los frentes que imaginar se puedan.
Sin embargo, distinción tan tajante no le haría justicia al carácter profundamente oportunista que ha definido a nuestro presidente del Gobierno desde el primer momento y, por tanto, a su (anti)política económica. No es cierto que haya una discontinuidad entre las dos legislaturas: al contrario, durante la segunda sólo se recogió la catastrófica cosecha que con esmero se sembró durante la primera. Al cabo, sólo los ciegos ideológicos pensarán que una burbuja puede explotar si no se la ha inflado previamente. Y ese es precisamente el quid del asunto: es cierto que durante la primera legislatura de Zapatero el empleo aumentó en 3,5 millones de personas y que el PIB, en términos nominales, creció más de un 30%. Pero también es cierto que de esos 3,5 millones de empleos casi 600.000 (el 17% del total) procedían directamente de la construcción y que la aportación de esta última al PIB se incrementó en más de un 60%. Es decir, la aparente prosperidad que según muchos vivimos durante la primera legislatura era sólo un espejismo contra el que nos hemos terminado estrellando.
No en vano, durante esos años el crédito que el sector financiero otorgó a actividades relacionadas con el ladrillo pasó de 420.000 millones de euros a más de un billón: esto es, se incrementó la friolera de un 160%. A nadie le sorprenderá, pues, que el precio de la vivienda se disparara durante esa brillante primera legislatura en más de un 50%. Por no hablar del importantísimo deterioro que experimentó la competitividad de nuestras empresas, cada vez más focalizadas en edificar ciudades fantasma para consumo interno que en vender productos de calidad a los mercados internacionales: si a finales de 2003 apenas nos endeudábamos con el extranjero en 27.000 millones al año (el 3,5% de nuestro PIB), al cierre de 2007 lo hicimos en 105.000 millones (el 10%).
Nadie que no fuera o muy tonto o muy malvado podía ver en este desaguisado de economía ningún atisbo de racionalidad. Estaba claro que nuestro país, con relativa independencia de qué ocurriera en otras partes del globo, se encontraba condenado a experimentar una crisis profunda que le sirviera para purgar todas las malas inversiones acometidas.
¿Y qué hizo sin embargo el Gobierno de Zapatero durante estos años de auge artificial? Pues justo lo contrario de lo que cabía esperar: no preparó el futuro, sino que nos lo hipotecó. El oportunista inmobiliario que moraba en La Moncloa confundió el aumento transitorio de la recaudación tributaria –dependiente por entero de la burbuja del ladrillo– con un incremento permanente, de modo que comenzó a gastar a manos llenas, consolidando un crecimiento del despilfarro estatal que hoy se ha convertido en uno de nuestros mayores lastres: en apenas cuatro años, el gasto público se hipertrofió en 112.000 millones; cifra muy aproximada a la que en la actualidad exhibe ese déficit de las Administraciones públicas que amenaza con abocar al país a la suspensión de pagos. Dicho de otro modo, si Zapatero no se hubiese aprovechado de la burbuja inmobiliaria para expandir de manera insostenible el tamaño del Estado, aún hoy, pese a la crisis internacional y al desmoronamiento del ladrillo, tendríamos un cierto superávit. El resto, su segunda legislatura, no es más que el inexorable resultado de la primera: conclusa la orgía crediticia, nuestro rigidísimo mercado laboral ha catapultado la tasa de paro desde el 8% al 21% de la población activa (más de tres millones de empleos destruidos en poco más de tres años) y el desequilibrio de las cuentas públicas ha degenerado desde un exiguo superávit de 20.000 millones (basado en la recaudación burbujística) a un déficit de más de 100.000 millones. Apocalipsis ante el cual nuestro contemporizador presidente apenas ha movido un dedo salvo por mandato berlinés.
ZP, en el aspecto económico, bien merece pasar a la historia como el oportunista de la burbuja: gobernó cabalgando sobre ella y ha muerto políticamente tan pronto como esta pinchó. La ausencia completa de ideas consistentes y la improvisación permanente ante un entorno que nunca entendió es lo que tienen: según por dónde sople el viento puedes llegar tanto al pleno empleo como al pleno desempleo. Para desgracia de los españoles, con Zapatero los vientos no sólo no nos fueron propicios, sino que él mismo se ha encargado de incendiar el barco.
Él se va, pero nos deja algo mucho peor: su ruinosa herencia.
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