El ministro de Hacienda Cristóbal Montoro anunció esta semana que el Gobierno está preparando un nuevo incremento de los Impuestos Especiales y, sobre todo, del Impuesto sobre Sociedades.
Semejante envite tributario contrasta, sin embargo, con las muy recientes promesas de diversos países occidentales consistentes en recortar de un modo muy significativo sus gravámenes sobre las ganancias corporativas. Mientras que España pretende incrementar la tributación efectiva de un Impuesto sobre Sociedades ya ubicado en el 25%, EEUU promete reducirlo hasta el 15% y Reino Unido por debajo del 15%, mientras que Hungría ya lo ha colocado recientemente en el 9%. Añadan a este listado de países con moderada tributación empresarial a Irlanda: el tigre celta no sólo mantiene esta figura impositiva en el 12,5%, sino que desde principios de este año adoptó un tipo de sólo el 6,25% para las ganancias derivadas de patentes y otros activos de propiedad intelectual.
No seré yo quien convierta a los populistas Trump, May y Orban en referentes políticos. Ni siquiera en materia de política fiscal: bajar impuestos sin rebajar lo suficiente el gasto como para cuadrar las cuentas (teniendo, por supuesto, en cuenta los efectos dinámicos sobre la actividad económica de la menor fiscalidad) no es más que keynesianismo tributario dirigido a endeudar a los ciudadanos para conseguir a corto plazo un estímulo artificial. Y, en este sentido, no me consta que ni Trump, ni May ni Orban hayan planteado recortes suficientes del gasto público como para que su reforma tributaria no suponga una expansión del déficit.
Ahora bien, se puede criticar el keynesianismo fiscal de esta nueva oleada neopopulista sin por ello dejar de constatar el disparate estratégico que supone subir el Impuesto sobre Sociedades cuando algunas de las principales economías mundiales lo están rebajando de manera muy intensa. Si unos pujan —incluso a costa de deteriorar irresponsablemente su posición financiera— por atraer capital internacional, nosotros no podemos apostar por expulsarlo machacándolo con muchos más impuestos. Al revés, deberíamos proceder a cuadrar nuestro preocupante déficit público por la vía de reducir el gasto para, de este modo, abrir un margen financiero que nos permita bajar impuestos: entre ellos, el de Sociedades.
De acuerdo con la Comisión Europea, el déficit estructural de España se ubicó el año pasado en el 3,1% del PIB; a su vez, el Impuesto sobre Sociedades nos proporciona una recaudación cercana al 2% del PIB. Dicho de otra forma, cuadrar el déficit público y recortar el Impuesto sobre Sociedades a la mitad acarrearía un impacto presupuestario de unos 41.000 millones de euros: 31.000 del déficit estructural y 10.000 del menor gravamen corporativo (en realidad, la pérdida de recaudación sería menor, pues la rebaja del Impuesto sobre Sociedades atraería inversión empresarial y, por tanto, compensaría parte de la minoración tributaria). 41.000 millones equivale a menos del 9% de la totalidad del gasto público actual: un gasto que podría recortarse en gran medida eliminando las subvenciones públicas al sector privado (18.000 millones de euros anuales) y recortando la superfluidades burocráticas más flagrantes con respecto a los países de nuestro entorno (alrededor de 12.000 millones).
No hay excusa para no ahondar en la reducción del déficit público al tiempo que impulsamos económicamente la actividad empresarial rebajando el Impuesto sobre Sociedades a los reducidos niveles a los que lo están dejando muchos países de nuestro entorno. Si no lo hacemos, perderemos una oportunidad histórica para convertirnos en un foco global de atracción de capital.