Los papeles de Panamá han reabierto el debate sobre los paraísos fiscales: ¿deben las democracias occidentales seguir tolerándolos o, por el contrario, han de emprender un ataque sin cuartel para erradicarlos? Según numerosos políticos y periodistas, los paraísos fiscales son dañinos porque reducen los ingresos fiscales de nuestros Estados, socavando la calidad de los servicios públicos. Pero, ¿realmente tenemos derecho a acabar con ellos?
Primero, un paraíso fiscal es una jurisdicción con bajos impuestos, alta seguridad jurídica y extrema protección de la privacidad de los ahorradores. Nótese que no basta con recortar impuestos para que una jurisdicción se convierta en un paraíso fiscal: el ahorrador internacional desea proteger su propiedad y, en consecuencia, no se siente atraído por entornos con bajos tributos pero con muy poca protección frente a otras formas de rapiña política (nacionalizaciones, confiscaciones, inflación, corrupción, etc.). Justo por esta combinación de baja fiscalidad y elevada calidad institucional, aquellas economías que se convierten en paraísos fiscales tienden a atraer mucho capital global y a crecer a ritmos que más que duplican los del resto del planeta. Acabar con los paraísos fiscales implicaría, en consecuencia, empobrecer y deteriorar las instituciones de muchos países que son —o deberían ser— plenamente soberanos para determinar su política fiscal y económica.
Segundo, los paraísos fiscales —merced al escrupuloso respeto por la privacidad de los ahorradores— proporcionan un refugio para millones de ciudadanos que han tenido la desgracia de nacer en Estados extractivos y parasitarios. La única razón por la que un inversor busca protección frente a su Estado no es sólo el riesgo de exacción fiscal —si bien ésta ya debería ser más que suficiente— sino también la persecución política, ideológica, religiosa u económica. Tal como recuerda el economista Dan Mitchell, hay muchos colectivos potencialmente interesados en resguardar su patrimonio de regímenes extractivos: judíos residentes en Oriente Medio, disidentes políticos en Rusia o Venezuela, familias amenazadas con el secuestro en México o empresarios en Zimbabue o Bielorrusia. Todos ellos se benefician de poder acceder a jurisdicciones garantistas como las de los paraísos fiscales. Del mismo modo que consideramos una aberración que un Estado impida a sus ciudadanos abandonar el país (como sucedía con el Muro de Berlín), también deberíamos considerar una aberración que un Estado impida a sus ciudadanos sacar sus ahorros del país y depositarlos en una jurisdicción extranjera más protectora.
Y tercero, es falso que el resto de jurisdicciones que no son paraísos fiscales salgan perjudicadas por su existencia. Sin la competencia tributaria global que suponen los paraísos fiscales, nuestros Estados podrían sangrarnos a todos con impuestos muy superiores a los actuales: del mismo modo que los cárteles de empresas tienden a subir los precios, los cárteles de Estados tienden a subir impuestos. Acaso muchos crean que el coste que pagamos por esta competencia fiscal es demasiado elevado, esto es, que perdemos mucha inversión nacional y muchos ingresos tributarios. Pero no: la evidencia empírica sugiere que el uso de paraísos fiscales por parte de los ahorradores globales contribuye a elevar la inversión en el resto del mundo, pues esos ahorradores pagan menos impuestos y reinvierten su mayor capital fuera de las fronteras de los paraísos fiscales. Además, la pérdida de recaudación que implican es muy inferior a lo que la mayoría de medios amarillistas supone: en el caso de España, y siguiendo los cálculos del economista Gabriel Zucman —coautor habitual de Thomas Piketty—, es difícil que ésta supere los 5.000 millones de euros (apenas el 1% de todo el gasto público).
En suma, los paraísos fiscales promueven el crecimiento económico, la calidad institucional y una menor tributación global. Lejos de obsesionarnos con eliminarnos, deberíamos preocuparnos por imitarlos.
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