España no tiene un problema de insuficiente demanda agregada

Sabido es que el keynesianismo carga todos los problemas económicos a idéntica plaga: la insuficiencia de la demanda agregada. Si una sociedad embarranca en la depresión, es porque no gasta lo suficiente. El remedio mágico, en consecuencia, siempre es el mismo: gastemos más, ya sea bajando los impuestos para estimular el consumo, reduciendo los tipos de interés para incentivar la inversión o privada o directamente incrementando el gasto público. Si la demanda agregada crece, se nos dice, lo hará el empleo y con él la economía entrará en una especie de círculo virtuoso autoalimentado que nos conducirá al Nirvana.
Fue esta pobre ideología la que abonó el terreno para la implementación de barrabasadas tales como el Plan E en España, o la ARRA y las sucesivas rondas de Quantitative Easings en EEUU. Ni funcionaron allí ni funcionaron aquí. Y por funcionar me refiero, obviamente, a que generen un empleo y un crecimiento que puedan sostenerse por sí mismos, no a que los torrentes de dinero público sean capaces de recalentar durante un corto período de tiempo algunos sectores económicos que, sin embargo, vuelven a hundirse en la miseria tan pronto como llega a su fin ese gasto dispendioso y extraordinario. A la postre, generar empleo y “actividad” a corto plazo es lo más sencillo que hay: basta con pagarle a la gente para que haga algo… cualquier cosa. Lo sobresaliente no es eso, sino generar empleo y actividad en sectores rentables que proporcionen más riqueza a los consumidores que aquella que han absorbido y que, por tanto, sean capaces de sobrevivir sobre sus propios pies.
Nada de eso nos han proporcionado los mal llamados “planes de estímulo”, y no por mala suerte o por fatalidades del destino, sino porque la teoría keynesiana, amén de tosca y escasamente realista, se da de tortas con la cruda realidad de muchas economías, entre ellas España. Y es que, precisamente, los problemas de nuestro país no vienen de que gaste muy poquito, sino de que está gastando demasiado. En concreto, España gasta tantísimo que no le basta con su producción interna para abastecer su apetito, sino que cada año tiene que pedir prestado e importar del extranjero cerca del 5% de su PIB (unos 50.000 millones de euros), tal como refleja su deficitario saldo exterior. Nuestro país está en la misma posición que una familia que se funde cada año toda su renta y que, no satisfecha con ello, acude cual pródigo al banco para rogarle un crédito extraordinario que le permita seguir viviendo por encima de sus posibilidades.
Claro que los keynesianos podrían defenderse diciendo que antes del estallido de la crisis España pedía prestado al extranjero no el 5% de su PIB, sino el 10% y que para volver a crecer necesitaríamos conservar esos elevadísimos niveles de gasto total. Bien, pero entonces lo que están afirmando es que España sólo puede crecer y alcanzar el pleno empleo de sus recursos si camina derechita hacia la bancarrota; es decir, que nuestro país sólo puede funcionar mediante continuos ‘chutes’ de un acumulativo endeudamiento que al final va a terminar impagándose. Al cabo, nuestros pasivos netos con el exterior han pasado de 350.000 millones de euros en 2003 a más de un billón en 2010. Si aceptamos que las deudas están para ser pagadas, es evidente que en algún momento –más pronto que tarde– España ha de pasar del déficit al superávit exterior; pero, según el argumento keynesiano, ese imprescindible superávit exterior debería condenarnos a un inmisericorde estancamiento. El mismo, por cierto, que deben estar padeciendo Alemania, Chile, China o Suiza; todos ellos, como es sabido, países con un enorme saldo positivo por cuenta corriente y en secular depresión.
Por supuesto, otra posible línea de defensa del keynesianismo sería argumentar que, aun cuando a nivel agregado el gasto se haya mantenido en niveles insosteniblemente elevados, hay ciertos sectores, como el de la construcción, en los que los desembolsos se han desplomado. Nuestros problemas no vendrían de una carestía general en el gasto, pero sí de insuficiencias particulares que engendran una economía del todo desestructurada e incapaz de expandirse salvo a través de crecientes dosis de endeudamiento frente al exterior.
Pero ése, lo siento, es justo el argumento antikeynesiano y austriaco por excelencia: que las crisis no se desatan por carestías del gasto total, sino por desajustes concretos entre niveles de gasto y de producción. Y en tal caso, claro, la respuesta a la depresión no pasa por incrementar el gasto en general (¿cómo solventar distorsiones sectoriales en la producción mediante el incremento indiscriminado de los desembolsos?), sino por permitir que las industrias sobredimensionadas (vivienda) se achiquen y las atrofiadas (sector exportador) se desarrollen. Sobran Planes E y faltan austeridad y liberalización de los mercados para que los precios relativos de los factores productivos puedan ajustarse a la nueva realidad, para que éstos sean capaces de encontrar empleo allí donde generen más valor y para que los desequilibrios presupuestarios no dilapiden el escaso capital que debemos utilizar para capitalizar (o recapitalizar) industrias enteras. Es decir, sobra politiqueo keynesiano y falta rigor austriaco.

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