Grecia sí debió entrar en el euro

No voy a ser tan osado como el presidente francés Nicolás Sarkozy para decir que Grecia jamás debió haber entrado en el euro. Echando la vista atrás, el razonamiento parece de una lógica sencilla y aplastante: Gobierno poco serio, despilfarrador y traicionero al mando de una economía habituada a vivir del endeudamiento exterior es igual a socio monetario muy poco recomendable. Sí, soy consciente de que ahora que Atenas está haciendo tambalear media Europa, sobre todo la periférica, parece inapelable que jamás deberían haber entrado en el euro. Pero el problema no está en que una economía irresponsable adopte el euro como divisa propia, sino en los derechos que la unión monetaria europea decidió otorgarles a cada uno de sus miembros. Y ese es un problema que se encuentra en la misma ontología de los bancos centrales actuales.
Al cabo, los Estados miembros del euro y sus sistemas bancarios poseen una prebenda de la que nadie debería gozar: acceso directo o indirecto al banco central para obtener financiación con independencia de su solvencia y su liquidez. El banco central debería comportarse como un banco más: sólo debería extender crédito contra activos de buena calidad, provengan estos de donde provengan. O dicho de otra manera, nada debería impedir que un banco estadounidense con un pagaré a un mes de altísima calidad de Ikea o de Zara acudiera al BCE a pedirle refinanciación y, por los mismos motivos, no debería estar en absoluto permitido que un banco alemán, por mucho que sea alemán, obtenga crédito del BCE si sólo puede aportar como garantía deuda pública griega de pésima calidad.
El problema, pues, es de génesis: el actual sistema de dinero fiduciario emitido de manera monopolística por los bancos centrales ha sido concebido e impuesto para proporcionar financiación artificialmente barata a los Estados nacionales. Es por ello que ningún Estado, salvo que posea una moneda absolutamente desacreditada en el panorama internacional, acepta de manera “gratuita y desinteresada” renunciar a su autonomía monetaria, es decir, a la posibilidad de emitir dinero para adquirir su propia deuda (monetización directa) o para entregárselo a los bancos a objeto de que hagan lo propio (monetización indirecta).
Por eso, salvo países latinoamericanos que han necesitado dolarizarse para atar el valor de sus divisas, todas las uniones monetarias van seguidas de un reparto del acceso a la imprenta del banco central. También la unión monetaria europea. Y ahí ha radicado su pecado original que terminará por hundirla: someter al Banco Central Europeo, al que tenía que ser el Bundesbank de toda Europa, a las necesidades financieras de políticos y banqueros manirrotos.
Grecia sí debió entrar en el euro, pero no en el Banco Central Europeo. Debió haberse eurizado como Ecuador, El Salvador o Panamá se han dolarizado: utilizando el euro como una moneda foránea y externa sobre la que su Gobierno no puede ejercer control alguno. Sin acceso directo a la financiación barata del BCE, sus bancos hubiesen sido algo más prudentes y sus políticos algo menos dispendiosos (aunque a buen seguro habrían obtenido financiación barata del resto de la Eurozona, como la obtuvieron fuera del euro Islandia, Rumania o Hungría). Es decir, lo ideal habría sido que los políticos renunciaran del todo al control de la política monetaria, no que se convirtieran en accionistas minoritarios de la compañía encargada de controlarla.
Mas lo que estoy diciendo sobre los políticos griegos es extensible, claro, a los españoles, italianos, franceses y, sí, también alemanes. Es decir, el BCE jamás debió ser una herramienta al servicio de la política, como no lo era (o lo era en muchísima menor medida) el Bundesbank. Por eso, dejando de lado el regreso al patrón oro, la solución ideal para la unificación monetaria de Europa habría sido, como propone el profesor Philipp Bagus en su libro The Tragedy of the Euro, que todos los países miembros adoptaran como divisa propia aquella que gozaba de una mejor reputación y que estaba siendo mejor gestionada: el marco alemán. Es decir, si se quería una moneda común, ¿había algo más sencillo que marquizar Europa? El Bundesbank habría quedado en manos de banqueros fiables que habrían minimizado la monetización de activos de pésima calidad y los políticos no hubiesen podido financiar sus déficits a tipos artificialmente baratos. No se hizo así, porque todos los caciques nacionales, también los griegos, querían su cuota de la imprenta y, al final, lo hemos terminado pagando en forma de insolvencia sistémica. Pero no culpen al euro, culpen al banco central politizado que lo ha gestionado.

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