El número de parados registrados en las oficinas de empleo se redujo durante 2016 en el monto récord de 420.487 personas. A su vez, la Seguridad Social ganó 540.655 afiliados, el mayor incremento de la última década. Los números son lo suficientemente incontestables como para enterrar cualquier tipo de demagógica reivindicación política acerca de la necesidad de enterrar los avances que introdujo la reforma laboral de 2012. Porque aun cuando siga existiendo mucho margen de mejora dentro del actual marco regulatorio español, la dirección de esa mejora no sigue las líneas maestras exigidas por la Oposición: no hay que encarecer el despido, sino permitir que éste sea negociado entre las partes del contrato; no hay que restablecer la negociación colectiva de carácter sectorial, sino descolgar por defecto a las pymes de estos convenios y reforzar la primacía de la negociación colectiva dentro de cada empresa.
La carta que esgrimen los partidos de la oposición para, pese a la marcha de la economía, exigir un retroceso tan clamoroso en la legislación laboral es que la precariedad se halla disparada a niveles insoportablemente altos. Y, ciertamente, la precariedad es demasiado elevada en España: nuestro país acumula una de las tasas de empleo temporal más altas de toda Europa. Pero el problema de la temporalidad no es nuevo: antes de la reforma laboral ya constituía un problema si cabe todavía mayor.
Uno de los datos más repetidos de cuantos conocimos el jueves y que presuntamente acreditarían ese escándalo de la creciente temporalidad es que sólo el 7,2% de los casi 1,7 millones de contratos firmados en diciembre fueron de carácter indefinido. La cifra, empero, suele ser malinterpretada en dos sentidos.
El primero en considerar que es anormalmente elevada. Basta con comprobar qué sucedía durante la crisis económica y antes de la reforma laboral para descubrir que no: en 2009, el 7,54% de todos los contratos firmados en diciembre fueron temporales; en 2010, el 7,83%; y en 2011, el 5,64% (es decir, incluso menos que en 2016 ya con la reforma laboral). Con tales guarismos no pretendo quitarle relevancia al porcentaje preocupantemente bajo de contratos indefinidos: tan sólo pretendo mostrar que la lacra no guarda relación directa con la reforma laboral.
El segundo sentido en el que se malinterpreta esta cifra es en su significado: que sólo el 7,2% de los nuevos contratos sean indefinidos no significa que sólo el 7,2% de los nuevos puestos de trabajo sean indefinidos. Por definición, la cifra de contratos temporales está sobrerrepresentada frente a la de contratos indefinidos dentro de los nuevos empleos generados. Por ejemplo, imaginemos que en una economía se crean en un mes dos puestos de trabajo: el primero se cubre con un contrato indefinido y el segundo con una concatenación de 30 contratos temporales (uno al día). En tal caso, durante ese mes se habrán suscrito 30 contratos temporales y uno indefinido: es decir, a pesar de que el 50% de los nuevos puestos de trabajo habrán sido indefinidos, sólo el 3% de los contratos lo serán.
En definitiva, España está creando empleo a un ritmo ilusionante, a pesar de que demasiados de esos empleos sean temporales. La temporalidad es un problema que es preciso atajar lo antes posible a través de una liberalización integral de nuestra legislación laboral. Ahora bien, por grave que sea el problema, no hay que tergiversar su verdadera magnitud inflándola ante la opinión pública para arañar demagogamente votos. Seamos honestos con las cifras y pongámonos manos a la obra para enmendar, con mucha más libertad económica, uno de los más graves defectos de nuestro mercado de trabajo.