Regresar a los artículos de actualidad económica que uno escribió hace cuatro años siempre resulta un recomendable ejercicio intelectual. Si, además, esos artículos fueron escritos en uno de los contextos más agitados del último medio siglo y si, para más inri, fueron escritos en paralelo a la progresiva sistematización de mis ideas en la forma de una tesis doctoral, diría que, en lo que a mí respecta, releer esas columnas constituye un imprescindible ejercicio de falsación intelectual.
Al cabo, sabido es que la Escuela Austriaca ha contribuido a poner de manifiesto las enormes dificultades que existen para contrastar la validez de una teoría económica a partir de la experiencia. La economía, como complejísima ciencia social que es, difícilmente permite o monitorizar experimentos de laboratorio donde se aíslen las variables que se desean controlar o acudir al maremágnum de los hechos históricos para buscar los concretos patrones de conducta individual o social que deseamos analizar.
La cantidad de hechos que entran en juego y, sobre todo, la posibilidad de que una ley económica no tenga un reflejo cuantificable en la realidad sino que adopte meramente la forma de un contrafactual, complican enormemente la tarea tanto del economista aplicado que pretende trasladar una teoría al estudio de la actualidad como del teórico que desea detectar los puntos fuertes y débiles de esas teorías para proseguir mejorándolas.
Pese a todas estas limitaciones de las que en un ejercicio de humildad intelectual creo que deberían ser conscientes todos aquellos que desarrollan o utilizan el andamiaje teórico de la economía, sí es cierto que tampoco se trata de atarnos completamente las manos y de renunciar a cualquier validación o refutación empírica de nuestras teorías. Hayek, por ejemplo, hablaba de que la economía no podía realizar predicciones cuantitativas, pero sí cualitativas: no podemos pronosticar cuánto subirá el precio del trigo si aumenta su demanda, pero sí podemos concluir que subirá.
Personalmente pienso que la existencia de contrafactuales impide que, incluso valiéndonos de la teoría más consistente de que podamos disponer, algunas de esas predicciones cualitativas adquieran un reflejo empírico: si la oferta de trigo se incrementa simultáneamente más que la demanda, su precio bajará, si bien lo hará en menor medida que si no hubiera aumentado la demanda. ¿Cómo medir aquello que no ha pasado pero que habría pasado en ausencia de otra causa concurrente? Pues sólo comparando esa situación con otra que reputemos idéntica salvo por el hecho de que esa causa concurrente esté ausente (en este caso, que la demanda de trigo no haya aumentado). Claro que, ¿cómo juzgamos que dos situaciones históricas son idénticas sin una teoría previa y sin poder controlar (ni siquiera llegar a conocer) los millones de variables que conviven y que podrían llegar a ser relevantes en ambos casos? Los obstáculos se me antojan insalvables.
Sin embargo, lo anterior no quita que si las previsiones de futuro que realizamos valiéndonos de nuestro bagaje teórico son sistemáticamente desmentidas por los hechos, nuestras luces de alarma deban encenderse. Por supuesto, cabe la posibilidad de que hayamos aplicado incorrectamente la teoría o de que ésta sólo se haya presentado en forma contrafactual, pero aun así el científico crítico, siempre que fracasa en sus pronósticos razonablemente informados, debería buscar el motivo y, sobre todo, plantearse cómo ese motivo afecta a la validez de sus teorías.
Para mi suerte intelectual –y no sé si para mi desgracia profesional–, la práctica totalidad de mis pronósticos han sido publicados y se encuentran disponibles en Internet. Volver a ellos ha sido estimulante, no tanto por la completa ausencia de errores, que obviamente los hay, sino por la robustez de los aciertos. Algo que me congratula no porque los hechos me hayan dado la razón, sino porque se la dieron a los principales planteamientos teóricos de la Escuela Austriaca de los que me he valido durante estos años.
Así, con las limitaciones propias que acarrea escribir pegado a la actualidad –esa falta de perspectiva imprescindible para ligar, en una consiste narrativa, acontecimientos que en un comienzo podrían parecer inconexos–, la presente selección de 87 artículos creo que constituye un buen itinerario para comprender los sucesos que semana a semana, e incluso día a día, fueron sacudiéndonos en forma de crisis económica: desde los primeros problemas de liquidez en agosto y septiembre de 2007 hasta el ascenso triunfante del keynesianismo, pasando, como es obvio, por la quiebra del sistema bancario internacional y por la generalizada adopción gubernamental de planes de estímulo de la demanda.
Se trata de unas columnas que naturalmente constituyen una parte fundamental de mi vida durante esos tres años. No en vano, mi casi obsesivo caballo de batalla periodístico desde 2007 ha sido demostrar, por un lado, que la crisis no era responsabilidad de ninguna desregulación ni de ninguna liberalización de los mercados, sino de un entramado financiero ultrarregulado y ultraprivilegiado que favorece una muy elástica y autodestructiva generación de crédito no respaldado por ahorro real; y, por otro, que la teoría austriaca del ciclo económico, lejos de ser una excentricidad acientífica, constituye la mejor herramienta teórica de que disponemos para comprender las maniacodepresivas fluctuaciones que de manera recurrente padece el capitalismo. En realidad, dos caras de la misma moneda de oro: comprendiendo lo primero, forzosamente abrazas lo segundo, y abrazando lo segundo forzosamente comprendes lo primero.
Puede que algunos piensen que se trata de un objetivo menor, casi fruto de mis muy particulares demonios personales. Sin embargo, desde un comienzo temí que los efectos políticos e intelectuales de la Gran Recesión fueran similares a los de la Gran Depresión: a saber, una expansión desbocada del tamaño y de las funciones del Estado así como un arrinconamiento de la sensatez económica que en temas monetarios y financieros aunaba la Escuela Austriaca.
Las consecuencias para nuestras libertades y para nuestra prosperidad de aquella gran involución probablemente nunca lleguen a comprenderse en toda su extensión. Leyendo los depresivos testimonios de algunos liberales de la época, pronto comprendí que no quería pasar por lo mismo o, al menos, que haría todo lo posible por evitarlo. Por eso, junto al relato y explicación de qué está sucediendo, en el libro pueden encontrarse abundantes críticas a las interpretaciones alternativas a la crisis que fueron ofreciendo otros economistas de orientación keynesiana o monetarista, las cuales, no por más omnipresentes en la academia y en los medios, resultaban menos erróneas y menos peligrosas.
Confío en que el lector disfrute y aprenda leyendo estos artículos tanto como yo disfruté y aprendí escribiéndolos. Más que nada porque la crisis está lejos de escampar y el intervencionismo sigue acechando babeante para saltar con uñas y dientes sobre nosotros. Sólo comprendiendo por qué los liberales austriacos tienen razón y por qué los intervencionistas keynesianos y monetaristas se equivocan podremos cada uno de nosotros, aunque sea a muy pequeña escala, contribuir a frenar la marabunta estatista. Espero que esta recopilación de artículos sea de utilidad para tan fundamental objetivo.
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