La ofensiva del G-20 contra el ahorro

Cada vez son más numerosas las voces que atribuyen tanto la génesis de la crisis como su ulterior agravamiento a esa insana costumbre que supone el ahorro. Chinos, brasileños, japoneses, alemanes y demás gente de mal vivir tienen el atrevimiento de producir más de lo que gastan internamente, lo que les lleva a exportar la diferencia y a generar como contrapartida unos insufribles déficits exteriores en otras zonas del mundo (Estados Unidos y la periferia europea). Son esos “desequilibrios globales” los que la reciente cumbre del G-20 dice querer solucionar instando a los países con superávit exterior (a los países ahorradores) a que estimulen su gasto interno; un megaplan E planetario con el que se promete crear la friolera de 40 millones de empleos.
Ah la frugalidad, qué mala es la frugalidad. ¿Quién podría esperar mejora alguna en nuestro nivel de vida por el hecho de destinar una parte de los factores productivos no a satisfacer nuestras necesidades más inmediatas e impulsivas, sino nuestro bienestar futuro a través de la capitalización de las empresas, de la construcción de infraestructuras, del gasto en I+D, de la fabricación de maquinaria, de la búsqueda de nuevos y mejores materiales o del abaratamiento de la energía? A juzgar por la inquina del G-20 en contra del ahorro, nadie. Parecería que las sociedades ideales para el desarrollo económico son aquellas que consumen toda su renta y que mantienen el perverso ahorro a niveles mínimos: verbigracia, las sociedades de agricultura de subsistencia, donde sólo se ahorra de un año para otro (el tiempo que tarda en cultivarse y consumirse la cosecha).
Nada, con todo, de lo que extrañarse. El auténtico pensamiento único, ése que sí anida en las mentes de todos nuestros políticos y de una inmensa mayoría de economistas, es el keynesianismo, una rebelión infantil contra la austeridad, el rigor monetario y el equilibrio presupuestario que achaca todos los problemas económicos imaginables a la crónica insuficiencia del gasto. Consecuente, pues, que una crisis provocada por un incremento tan extraordinario del gasto que sólo pudo financiarse merced a un Himalaya de deuda se intente ahora solventar arrastrando al gasto ciego y desbocado a aquellas naciones que todavía conservaban algo de buen juicio.
A la postre, ¿de qué modo podrían beneficiarse los países con saldos exteriores descuadrados de un incremento del gasto interno de sus acreedores? Siguiendo con las cabriolas keynesianas, de dos formas: o bien el aumento del gasto interno en Alemania o China debería terminar filtrándose hacia el exterior, incrementando las exportaciones de España o EEUU; o bien esperando que el mayor gasto interno redujera las exportaciones de Alemania o China, reorientando correspondientemente el gasto en importaciones de España o EEUU hacia la producción nacional.
O traduciéndolo al román paladino, si Merkel incrementa el gasto público en Alemania, los teutones comenzarán a comprarnos más pisos, azulejos, muebles y cemento o, alternativamente, los españoles empezarán a comprar menos medicinas, plásticos y automóviles de Alemania (por cierto, en 2010 les vendimos 5.000 millones de euros en vehículos a los alemanes y les compramos 5.800 millones, no sé yo si nuestros problemas vendrán de ahí) y volverán a adquirir inmuebles y demás utillaje adyacente. Pues no olvidemos que las industrias cuyo reventón ha ocasionado el desbarajuste actual están muy vinculadas al ladrillo: el número de ocupados en la agricultura ha caído desde 2008 un 18%, en la industria un 22%, en la construcción un 50% y en los servicios un 3,7%.
¿Reputan semejante escenario realista? Obviamente no. El problema de los españoles no es que los alemanes gasten demasiado poco (como tampoco lo es el de los estadounidenses que los chinos les compren pocos productos), sino que carecemos del aparato productivo necesario para fabricar las mercancías que inducirían a los alemanes a gastar más en nuestros productos (al cabo, si los alemanes quieren ahorrar e invertir, podríamos ser nosotros quienes les vendiéramos los bienes de capital que demandarían). El problema no es de demanda, sino de oferta: desde 2002 a 2008, nuestra estructura productiva se adaptó para edificar cientos de miles de viviendas al año, y esto no lo podemos cambiar de la noche a la mañana. Sí, necesitamos venderles más a los alemanes (y a los franceses, a los suizos, a los chinos, a los chilenos y, en general, a todos los mejores postores), pero para ello necesitamos dejar de ofrecerles las mercancías averiadas que nadie quiere para si mismo.
Desde luego, es algo meramente tautológico que si forzáramos a los alemanes a que se gastaran millonadas en nuestras compañías, el empleo y el crecimiento repuntarían en España. Como lo habría hecho en las naves industriales de Olivetti si tras la generalización del ordenador personal, los distintos Gobiernos hubiesen forzado a sus ciudadanos a seguir adquiriendo máquinas de escribir. Pero todos convendremos en que eso habría sido un disparate.
Lo lógico sería que procediéramos a reorientar nuestras empresas hacia la exportación, algo que poco a poco ha ido haciendo el sector privado pese los obstáculos regulatorios impuestos por el sector público (desde 2007, nuestras exportaciones han aumentado un 13% y nuestras importaciones se han reducido un 8,5%, lo que significa que nuestro saldo exterior ha mejorado un 50%). Pero para ello necesitamos mercados más libres y más ahorro –interior o exterior– con el que recapitalizar y reconvertir a las empresas nacionales. Justo lo contrario de lo que nos ofrece el plan por el empleo del G-20.
De hecho, ahora mismo, los problemas de España proceden de que se nos cortocircuite el flujo de crédito exterior para refinanciar las deudas que no podemos atender (y no las podremos atender mientras no completemos el reajuste de nuestro aparato productivo). Análogamente, los problemas de la economía mundial podrían venir de que los países deudores impagaran sus deudas y los países acreedores sufrieran un grotesco agujero en sus cuentas que no pudiesen cubrir con sus propios ahorros internos. En tal caso, ¿qué sentido puede esconder que aquellos que podrían financiarnos pasen, en cambio, a dilapidar su capital? ¿Qué sentido hay detrás de descapitalizar a los acreedores justo en el momento en que más deben blindarse contra las suspensiones de pagos? Se me escapa, pero no es de extrañar: Keynes nunca supo ver más allá de sus anteojeras y, como resultado, los políticos y economistas actuales sólo adivinan a obsesionarse por mejorar unas décimas el crecimiento del PIB y del empleo para los próximos trimestres a costa de la supervivencia de nuestros sistemas económicos en el largo plazo.

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