Serán legión quienes equiparen el último parche del Gobierno (la suspensión temporal del límite para encadenar contratos temporales) con una victoria de las tesis liberales frente a los derechos sociales que emanan de la legislación laboral. Muchos, de hecho, llevamos pidiendo desde hace años una liberalización profunda de nuestro mercado de trabajo que lo devuelva a aquel ámbito de donde nunca debió salir: la autonomía de la voluntad de las partes dentro del marco del derecho civil.
Una gran parte del paro que padecemos ahora mismo se debe, precisamente, a la falta de flexibilidad de nuestro mercado laboral: en estos momentos de elevadísima incertidumbre (ni siquiera sabemos si el Estado va a suspender pagos o no, si vamos a seguir en el euro o no, si vamos a sufrir una devaluación de caballo o no, si nuestros bancos van a quebrar o no…), la mayoría de empresarios no pueden casarse de por vida con nadie. Necesitan relaciones contractuales (no sólo las laborales) que sean lo más flexibles posibles para adaptarse con rapidez y al menor coste posible a las cambiantes circunstancias.
En nuestra legislación laboral tenemos básicamente dos tipos de contratos: uno VIP, reforzado, rígido, seguro, protegido y caro, y otro basuriento, que es el epítome de lo que con razón se conoce como precariedad laboral. El primero es el contrato fijo y el segundo el contrato temporal.
Como es obvio, todos los trabajadores aspiran a tener un contrato VIP, pero por desgracia no todos los empresarios están en posición de ofrecerlo sin poner en serios riesgos la viabilidad de su empresa. En otros tiempos, los de la burbuja artificial, era posible en diversos casos, pero hoy desde luego no lo es.
Si el trabajador no podía encontrar un contrato fijo, lo lógico sería que aceptara durante un tiempo el contrato temporal, no porque le guste, sino por ser su única alternativa que la legislación laboral permite al desempleo. Pero, desde 2006, el Gobierno también limitó el tiempo que una persona podía estar contratada como temporal dentro de la misma empresa (24 meses según el Estatuto de los Trabajadores y bastantes menos según múltiples convenios sectoriales). De modo que, a partir de la fecha límite (24 meses como mucho), los trabajadores no tenían alternativa alguna al desempleo: el fijo no era una opción y el temporal tampoco. Llegados los 24 meses, la empresa dejaba de renovar a su empleado temporal para contratar a otro temporal: y lo dejaba de renovar a su pesar, pues toda la formación y experiencia que esa persona había adquirido durante dos años se perdía y era necesario volver a empezar con un profano, sabiendo que en dos años volverían a estar en las mismas.
Ahora el Gobierno suspende hasta finales de 2013 esta restricción. Ciertamente, durante estos dos años los trabajadores temporales dispondrán de una alternativa al paro y, en este sentido, sus opciones se incrementarán de una (paro) a dos (paro o contrato temporal). No parece demasiado, pero para mucha gente sí lo será. Como dice ahora Valeriano, es mejor un contrato temporal al paro.
Ahora bien, ¿cabe tildar esta medida de desregulación o liberalización laboral? O dicho de otro modo, ¿cabe culpar al libre mercado del mayor número de contratos temporales y precarios que observaremos en los próximos meses? No, todo lo contrario: el aumento de los contratos temporales y precarios es consecuencia directa de un intervencionismo laboral que limita el número de contratos laborales a sólo dos. Si la única manera de canalizar las necesidades de flexibilidad de los empresarios es a través de contratos temporales, entonces tendremos contratos temporales. Y si ni siquiera se permiten contratos temporales, tendremos paro.
Si, en cambio, se hubiera liberalizado de verdad el mercado laboral, lo que observaríamos es una variedad muy grande de contratos laborales en función de las necesidades concretas de cada pareja de trabajadores y empresarios. Por ejemplo, el empresario podría pactar y tasar con el trabajador las causas de despido que no dan derecho a indemnización (o que dan derecho a una indemnización menor) o las causas que permiten modificar unilateralmente algunas condiciones contractuales básicas (horario, tarea desempeñada, centro de trabajo…). O dicho de otra manera, el trabajador podría obtener seguridad laboral en algunas áreas («el empresario no me despedirá si le paso a caer mal», «el empresario no podrá recolocarme porque quiera fastidiarme»…) y el empresario la flexibilidad que necesita en otras («si la empresa empieza a perder dinero de manera sostenida, puedo despedir a trabajadores sin coste, o recolocarlos, o reducirles la jornada, o bajarles el sueldo…), sin que las legítimas pretensiones de ambos convirtieran el contrato fijo como económicamente inasequible.
Recordemos que los contratos son las normas jurídicas más básicas, las que regulan las relaciones económicas de la manera más concreta posible. Por eso sólo afectan a las partes contratantes y por eso la autonomía de la voluntad es esencial: para ajustar los principios generales del derecho a la situación concreta.
Si el Estado se carga la autonomía de la voluntad y restringe los tipos contractuales a dos contratos universales, sólo podrá darse A o B (o ninguno de los dos). Si las circunstancias económicas vuelven imposible A, sólo quedará B. Y si B es una basura, las relaciones laborales sólo podrán canalizarse a través de contratos basura.
La precariedad, en definitiva, no es la consecuencia de ninguna ley de hierro de las relaciones laborales, sino de haber convertido el contrato precario en la única válvula de escape a las necesidades de flexibilidad empresarial. Tanto «protege» el socialismo a los trabajadores, que termina abocándolos al paro o a la total precariedad. Al menos, tengamos la decencia de no culpar también de esto al capitalismo.
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