El Pacto de Estabilidad y Crecimiento del que se dotaron en 1997 los países de la Unión Europea para no descuadrar sus finanzas públicas no era un mal acuerdo: que nadie tuviese permitido incurrir en un déficit anual superior al 3% del PIB y que el endeudamiento total de las administraciones no pudiese superar el 60% del PIB eran dos restricciones más que suficientes para mantener incólume la calidad de los pasivos estatales.
No cabe achacar el sobreendeudamiento de Europa, pues, ni a la ignorancia ni a la falta de compromisos de sus gobernantes, sino más bien a esa dolosa indisciplina que les lleva, extasiados, a gastar mucho más de lo que ingresan. Nuestros políticos eran plenamente conscientes de que debían equilibrar sus presupuestos, pero no lo hicieron: desde 1998, sólo Finlandia, Luxemburgo y Estonia han cumplido los términos del pacto; los restantes 14 países, incluidos Francia y Alemania, mostraron una peligrosa adicción al endeudamiento público que sólo la actual crisis financiera ha sido capaz de contener.
Así las cosas, en sí misma la cumbre europea del pasado viernes no modifica nada sustancial dentro de la arquitectura de la UE. Sí, es cierto que Alemania ha logrado imponer un control algo más estricto de las cuentas públicas nacionales acompañado esta vez de sanciones casi automáticas, pero lo que faltaba ayer en Europa no son parabienes y zalameras palabras, sino voluntad y resolución política para atajar sus estructurales desequilibrios presupuestarios. Y esto último es muy probable que siga faltando a día de hoy.
Pero que hayamos avanzado muy poquito no significa que la pantomima del viernes no vaya a servir como excusa para desplegar todo un arsenal de desastrosas intervenciones económicas sobre nuestras vidas. En concreto, Alemania está convencida –o dice estarlo– de que ha salido victoriosa de la cumbre y de que una nueva Unión Europea –más disciplinada, más responsable, más fiscalizada y más germanófila– acaba de nacer. A efectos prácticos es como si Merkel hubiese trazado una línea en el suelo y hubiese dicho: “Si queréis estar conmigo, estos son los requisitos que tenéis que cumplir; si no lo hacéis, ya sabéis dónde está la puerta”.
A cambio de esta presunta sumisión de la manirrota Europa a la sensatez teutona, el Gobierno alemán parece haber aceptado el rescate de esos países problemáticos pero con buena voluntad. Así se desprende de los otros puntos acordados el viernes: por un lado, los bancos centrales europeos extenderán un préstamo de 200.000 millones de euros al FMI para que éste, a su vez, se lo preste a Italia o España; por otro, se ha adelantado la entrada en funcionamiento del fondo de rescate permanente para que conviva durante unos meses con el fondo de rescate temporal y así entre ambos dispongan de 750.000 millones.
Dado que hasta el momento los políticos europeos sólo han desembolsado el 8% de todo este dineral, ¿alguien ha pensado de dónde sacarán el resto? ¿Acaso cabe imaginar que acudirán a unos mercados cerrados a cal y canto para emitir cerca de 900.000 millones de euros? Obviamente no. A lo que vamos es a una masiva monetización de deuda pública por parte del Banco Central Europeo y de sus sucursales nacionales. Ya lo dijo hace unas semanas Mario Draghi, presidente del BCE, delante del Parlamento Europeo: “Si hay pacto fiscal, habrá nuevas medidas de apoyo monetario”. Y ha habido pacto fiscal… al menos sobre el papel.
El mayor de los tabús impuestos por el Bundesbank a la moneda única –no instrumentar al banco central para prestar irresponsablemente a países insolventes– parece estar desmoronándose. Así al menos lo han interpretado los mercados –en parte compuestos por los mismos bancos asfixiados que recibirán la ayuda del BCE–, eufóricos tras conocer las líneas maestras del acuerdo. El mensaje de Merkel ante sus desconcertados votantes será claro: “Debemos ser generosos con unos hijos pródigos que han decidido volver arrepentidos a casa, esto es, a los mismos compromisos de Maastricht que incumplieron durante casi dos décadas”. Ayuda transitoria a cambio de reformas profundas e incondicionales. Empero, también podría suceder que fuéramos camino de institucionalizar todo lo contrario: ayuda definitiva a los incumplidores a cambio de que jamás cambien. Una ayuda que no nos sacaría de la crisis mas sí convertiría al euro en una moneda de chirigota.
Fue Horacio quien dijo aquello de que “Grecia vencida conquistó a su fiero vencedor”, refiriéndose a la invasión de la cultura helena sobre las rudas costumbres de sus conquistadores romanos. Veremos si a partir del viernes no sucede lo mismo entre Alemania y la periferia europea: aquella cree habernos conquistado institucionalmente, pero bien podría suceder que nuestra cultura política del despilfarro, de la inflación y de la devaluación termine corrompiéndoles hasta el tuétano. Nada necesitaríamos menos en estos momentos.
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