Ni superlimitemos ni supergaranticemos los superdepósitos

La decisión del Banco de España de imponer limitaciones a los llamados ‘superdepósitos’ ha desatado todo tipo de críticas por parte de los liberales y de los pequeños ahorradores. En efecto, el Banco de España exige a aquellas entidades que estén remunerando por encima del 1,75% los depósitos a un año o del 2,75% los depósitos a dos años (y siempre que su masa de depósitos así remunerada supere el 15% del total) que incrementen su ratio de capitalización desde el 9% actual hasta el 10,25%. Dado que captar capital en el mercado es muy oneroso en estos momentos, el sobrecoste que supondría esa sanción le quita gran parte del atractivo que, para el banco, acarrea captar nuevos depósitos.
La ilógica lógica de la limitación
¿Y cuál es ese atractivo? Desde un punto de vista individual, los bancos españoles siguen adoleciendo de grandes problema de liquidez pese a los recientes manguerazos del BCE: su ratio de préstamos-depósitos supera al 130% indica una gran dependencia de la más inestable financiación exterior a corto plazo. Desde un punto de vista sistémico, la organización bancaria española tiene que afrontar una profunda reestructuración en los próximos años, efectuando la transición desde una banca más presencial (con muchísimas sucursales) a una banca más barata y online; justamente, una de las maneras en la que el sistema puede forzar el reajuste es que los bancos con menos gastos operativos (online o con pocas sucursales) puedan ofrecer tipos más altos a los depositantes y arrebatarles clientes a los dinosaurios menos rentables. En este sentido, la restricción del Banco de España no sólo supone una intolerable agresión a la libertad de contratación entre las partes, sino que frena una tan necesaria como saludable redistribución individual de la liquidez y de la clientela entre entidades.
Ahora bien, hay un punto del que muy pocos están hablando y que se encuentra en el fondo de esta cuestión: los depósitos –también los superdepósitos– son activos financieros (préstamos a la vista al banco) que éste emplea como fuente de financiación para acometer sus inversiones, y es de esas inversiones de donde el banco obtiene los ingresos con los que pagar los intereses de los depósitos. El banco es, pues, un intermediario financiero: paga intereses a los ahorradores y cobra intereses de los inversores; cobra intereses a los inversores por el capital que les proporciona y por el riesgo que asume, al tiempo quey paga intereses a los ahorradores por el capital que recibe de ellos y por el riesgo que asumen a no recuperarlo. Sucede, sin embargo, que los depositantes quieren recibir rendimientos sin asumir los riesgos asociados a la obtención de esos rendimientos, y como es imposible que el banco garantice el repago de los depósitos si la mayor parte de sus inversiones resultan fallidas, se exige que sea el Estado quien asegure que todos los depósitos van a poder ser finalmente abonados. Es así como surge el famoso Fondo de Garantía de Depósitos que no es más que otrasocialización de las pérdidas de la banca: los contribuyentes cubrimos todas las pérdidas que deberían haber padecido aquellos depositantes que imprudentemente confiaron sus ahorros a entidades muy mal gestionadas.
Por tanto, mal está ciertamente  que el Banco de España establezca límites a los superdepósitos; tan mal como que los depósitos estén inmunizados de cualquier riesgo. ¿O es que acaso reclamamos el derecho a percibir rentabilidades del 4%-5% libres de riesgo? ¿Y cómo pretendemos que estén libres de riesgo? ¿Forzando un rescate estatal sufragado mediante la emisión de una deuda pública al 4%-5% que sí acarrea un riesgo muy cierto para su comprador? ¿A través de costosas exacciones fiscales sobre unos ciudadanos que optaron por seleccionar otros bancos mejor gestionados? No parece una política demasiado lógica.
Desregular sin privilegiar
Al final, por consiguiente, volvemos a lo de siempre: mientras el sector financiero esté hiperprivilegiado por el Estado (bancos centrales y fondos de garantía de depósitos) es casi inevitable que tenga que estar hiperregulado para limitar su uso y abuso de esos privilegios. Cuestión distinta es la extrema ingenuidad de quienes piensan que es posible compatibilizar los privilegios extremos con la regulación extrema y dar lugar a un sistema financiero que cumpla adecuadamente sus funciones (gestionar los cobros y pagos de la economía y asignar crédito a sus usos intertemporalmente más valiosos). Si la regulación pretende controlar la gestión de los bancos (decidir en qué pueden invertir y bajo qué condiciones) inevitablemente fracasará: Basilea II, por ejemplo, impulsaba a los bancos a invertir en hipotecas, sobre todo a través de las titulizaciones hipotecarias.
El regulador es incapaz de controlar la gestión de todos y cada uno de los directivos y cuadros intermedios de los miles de bancos del mundo: no necesitamos un sistema financiero donde los incentivos institucionales estén establecidos para que los bancos sean imprudentes y para que los lentos reguladores estén vigilantes para tratar de evitarlo. Necesitamos un sistema financiero donde los incentivos institucionales hagan que los banqueros sean los primeros interesados en comportarse de manera prudente. Y ese sistema es el que proporciona un mercado libre sin privilegios para los bancos, esto es, un sistema donde su imprudencia sea constantemente penalizada en forma de retiradas de efectivo que no sean cubiertas por manguerazos del Banco Central Europeo o por rescates del sector público.
De ahí que el Fondo de Garantía de Depósitos sea una rémora a eliminar (junto a los bancos centrales). El Fondo de Garantía de Depósitos hace que los depositantes se desentiendan de la entidad a la que le prestan su dinero. Consecuencia: ha dejado de haber decenas de millones de guardianes descentralizados que hasta comienzos del s. XX supervisaban, día a día, la liquidez y la solvencia de los bancos. Lo que más podía temer un banquero hasta la creación de los fondos de garantía de depósitos era que en cualquier momento se montara una cola en su banco: y tales colas se montaban no porque esas decenas de millones de clientes llegaran todos a la vez a la conclusión de que un banco estaba en problemas, sino porque apenas un par de ellos lo hacían y el resto les seguía instintivamente por si acaso. Es más, muchos pánicos tenían un origen absolutamente infundado, lo que obligaba a los banqueros a ser capaces de responder a retiradas aleatorias de sus depósitos mediante una gestión prudente de su liquidez. Haber anestesiado a buena parte de los depositantes ha permitido que los banqueros degraden muchísimo más su liquidez, endeudándose a corto e invirtiendo a largo (tal como maliciosamente defiende el modelo Diamond-Dybvig), que es justamente la práctica que origina los ciclos económicos.
Por consiguiente, ni garanticemos los depósitos ni limitemos su remuneración. Quien quiera un depósito absolutamente seguro, que contrate un depósito tradicional de guarda y custodia (100% de reserva) y asuma sus elevados costes (comisiones anuales del 2-3% sobre el total) en lugar de trasladárselos al resto de la sociedad. El resto, seleccionemos juiciosamente los bancos y forcemos una retirada de depósito a la más mínima sospecha, lo que disciplinará a los banqueros y hará que sus depósitos remunerados acarreen riesgos prácticamente nulos (pues estarán invertidos en activos a corto plazo y muy líquidos). A su vez, si aspiramos a rentabilidades altas, nos tendremos que marchar a la bolsa o al mercado de deuda corporativa a largo plazo, donde todos somos conscientes de que existen riesgos y de que conviene analizar bien dónde colocamos nuestros ahorros.
Todo lo demás es subvencionar la incontrolable imprudencia bancaria generando una sensación de falsa seguridad a costa de socializar las inexorables pérdidas de una mala gestión bancaria convalidada por los depositantes. La limitación de las rentabilidades de los superdepósitos es sólo una consecuencia más de este perverso modelo: como ya supo ver Mises, las intervenciones políticas suelen generar nefastas consecuencias no previstas que terminan reclamando la adopción de nuevas intervenciones que, lejos de solventar el problema originario, dan lugar a otros nuevos que, a su vez, requerirán de nuevas contraproducentes intervenciones. Desregular sin privilegios (sin acceso a bancos centrales y sin garantías estatales) es la manera de que los bancos vuelvan a ser lo que jamás debieron dejar de ser.

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