Thomas Piketty alcanzó una enorme popularidad en 2014 con la publicación de su libro Capital en el siglo XXI. La tesis fundamental de esta obra es que la tasa de retorno del capital tiende a ubicarse estructuralmente por encima de la tasa de crecimiento económico (r>g), de tal manera que los capitalistas se vuelven cada vez más ricos en relación con las clases trabajadoras por el mero hecho de ser propietarios de medios de producción. O dicho de otro modo, el libro de Piketty pronostica la reaparición del rentista victoriano: aquel inversor que vivía exclusivamente de las rentas que le proporcionaba su patrimonio y que, para más inri, veía cómo ese patrimonio crecía simplemente reinvirtiendo una porción de sus ingresos pasivos.
La tesis de Piketty es problemática tanto desde un punto de vista teórico (su modelo presenta bastantes agujeros) como práctico: la mayor parte del aumento de la desigualdad que se ha producido en Occidente durante las últimas décadas no es imputable al creciente peso de las rentas del capital, sino a la expansiva desigualdad de las rentas del trabajo (los salarios de una porción importante de la población se han estancado mientras que los de otra parte han crecido a un ritmo muy acelerado). O dicho de otro modo, la desigualdad vivida hasta la fecha tiene más que ver con los elevados sueldos del alto directivo, del futbolista o del superabogado que con el predominio de los capitalistas-rentistas.
Piketty es muy consciente de que su modelo teórico encaja mal con la realidad: puede que la desigualdad haya aumentado, pero no por los circuitos que él postula. En su propio libro, de hecho, reconoce que “el incremento de la desigualdad en los EEUU desde comienzos de los 80 ha sido sobre todo consecuencia de un aumento sin precedentes en la desigualdad salarial”. Sin embargo, el economista francés no tira la toalla y pronostica que, de acuerdo con su propio modelo, esos muy bien pagados trabajadores se terminarán convirtiendo en los capitalistas rentistas del futuro: dado que el alto directivo, el futbolista y el superabogado disponen de una gigantesca capacidad de ahorro, bastará con que destinen su enorme ahorro a adquirir activos reales y financieros para que, finalmente, acaben viviendo pasivamente de las rentas del capital.
Pero, ¿realmente estamos asistiendo al resurgimiento de una clase capitalista-rentista cuyos ingresos sólo proceden de lo ahorrado en el pasado y no de su habilidad para gestionar activamente su patrimonio en la creación de nuevo valor económico? Si atendemos a la distribución de la renta no alcanzaremos una respuesta concluyente. A día de hoy, el 1% más rico de los EEUU recibe aproximadamente el 18% del PIB: 9,5 puntos los obtiene en concepto de rentas del trabajo; 6,5 en concepto de rentas empresariales; y 2 puntos en concepto de rentas del capital. A su vez, el top 0,1% consigue aproximadamente el 7,75% del PIB: 3,25 puntos en concepto de rentas del trabajo; 3,75 puntos en concepto de rentas empresariales; y 0,75 puntos en concepto de rentas del capital. Las rentas salariales son claramente ingresos no pasivos; las rentas del capital son ingresos pasivos; pero, ¿qué sucede con las rentas empresariales? ¿Cabe la posibilidad de que los capitalistas obtengan ese importante ingreso aun quedándose de brazos cruzados?
Esta es precisamente la hipótesis analizada en un paper recientemente presentad en la asamblea anual de la American Economic Association: Los capitalistas en el siglo XXI, elaborado por Matthew Smith, Danny Yagan, Owen Zidar y Eric Zwick. Y la conclusión a la que llegan estos cuatro economistas después de analizar los registros fiscales de 11 millones de empresas son poco favorables a las tesis de Piketty.
Primero, los ingresos empresariales de quienes se ubican en el top 1% y en el top 0,1% de la distribución de la renta son ingresos cosechados a través de su implicación activa en la gestión de la compañía: los capitalistas en el top 1% y en el top 0,1% suelen ser propietarios de una empresa y esas empresas suelen tener, además, un número muy reducido de co-socios. En otras palabras, la mayoría de capitalistas ricos no poseen un pequeño porcentaje accionarial de una empresa gigantesca de la que se limitan a recibir ingresos pasivos sin influir de ningún modo en su administración, sino que, por el contrario, son propietarios de control sobre empresas medianas, en cuyo gestión se implican activamente (el 93% de los dueños de empresa que integran el top 1% califican sus ingresos empresariales como ingresos activos, no pasivos).
Segundo, los ricos que reciben ingresos empresariales son fundamentales para la buena marcha de sus compañías. Por un lado, las empresas cuyos dueños forman parte del top 1% son, de media, dos veces más rentables que el resto de compañías estadounidenses; a su vez, las empresas cuyos dueños forman parte del top 0,1% son, de media, cinco veces más rentables que el resto de compañías. Por otro, la muerte prematura de uno de estos capitalistas activamente implicados en la gestión de su empresa reduce la probabilidad de supervivencia de la compañía en un 30% y provoca una caída media en sus beneficios del 60%. La razón probablemente resida en que sus compañías se ubican mayoritariamente en sectores intensivos en capital humano —consultoría, abogacía, medicina u odontología—, donde la participación diaria del dueño resulta esencial. Por consiguiente, los capitalistas no son ricos por ser propietarios de empresas automáticamente muy rentables, sino que se vuelven ricos al contribuir sostenidamente a que sus empresas sean mucho rentables que las del resto de la economía: la riqueza no les cae del cielo, sino que son ellos quienes la crean.
En definitiva, la economía estadounidense no está degenerando en una economía de rentistas, donde las personas más acaudaladas reciben la mayor parte de sus ingresos por el mero hecho de ser propietarios de los medios de producción. No, la mayor parte de sus ingresos siguen siendo rentas del trabajo; e incluso las rentas empresariales que cosechan están estrechamente ligadas a su habilidad para gestionar y organizar óptimamente sus medios de producción. Por supuesto, lo anterior no significa que todas las empresas estén generando un valor económico positivo para los ciudadanos: los altos beneficios de algunas compañías podrían proceder de privilegios regulatorios y de barreras a la competencia, no de satisfacer más eficientemente las necesidades de los ciudadanos. Pero en tal caso más valdría que, en lugar de criticar erráticamente la distribución de la renta, nos centráramos en denunciar aquellas trabas sectoriales que socavaban el funcionamiento de los mercados libres.