Si Chamberlain se quedó sin honra y sin paz, el Partido Popular se ha quedado sin gobernar Andalucía y tomar a tiempo las medidas necesarias para cumplir con sus compromisos de déficit. A la postre, el mensaje de Rajoy a sus feligreses fue harto claro: todos los ajustes quedaban en stand-by hasta que Arenas se alzara con una aplastante victoria en marzo. Y ni lo uno ni lo otro.
Poética justicia esa de devolver a los miembros de nuestro Gobierno a la triste realidad: habiendo renunciado durante años al discurso y a la pedagogía liberal –probablemente porque la inmensa mayoría del PP ni siquiera sean liberales en su fuero interno– sus victorias sin precedentes en las autonómicas de mayo y en las generales de noviembre de 2011 fueron simple y llanamente un castigo inmisericorde contra el PSOE. Se les dio el poder como mal menor frente a un muy desgastado Partido Socialista, no porque se confiara en ellos y en lo que incomprensiblemente siguen representando.
El poder territorial alcanzado por Rajoy –el mayor en la historia de la España democrática, se dice– pende de dos hilos que en realidad son el mismo: que el PSOE se incapaz de lavar su calamitosa imagen heredada del zapaterismo y que la crisis escampe. Y digo que son uno porque, por muy rematadamente mal que lo hagan Rubalcaba y sus cuates, si la crisis continúa deteriorando nuestra economía, la imagen de los socialistas irá mejorando al tiempo que se ensucia la de los populares.
Con un problema añadido para el PP: aunque en realidad la mayoría de sus políticas sean tan o más socialistas que las del PSOE –véase la salvaje subida de impuestos que acometió nada más empezar la legislatura o su extrema prodigalidad para socializar las deudas de todas las autonomías–, se le ha conseguido adosar la etiqueta de “el partido de los recortes”; y la gente, es lo que tiene, quiere pan: si el PP no es capaz de que el sector privado se lo provea –porque la crisis se enquista al no ejecutar las reformas y los recortes que de verdad necesitamos–, acudirán a quienes defienden que se lo proporcione el sector público, a saber, a la izquierda o a la extrema izquierda.
Andalucía puede que sea la cristalización de estas dos preocupantes tendencias para los populares: la estructura clientelar consolidada durante tres décadas unida a la populista campaña socialista según la cual el PP iba a aprobar unos colosales recortes –que, por supuesto, jamás habría aprobado–, han dejado al PP muy lejos de la mayoría absoluta. Y es aquí donde debe arrancar el análisis de por qué Arenas ha perdido –y digo bien: perdido, porque no poder gobernar es, a efectos prácticos, perder–.
La democracia no es racional
Cuando uno observa la crítica situación de Andalucía en todos los sentidos –descomposición económica e institucional–, uno tiende preguntarse exclamado: ¡Cómo es posible que haya perdido el PP! La mejor respuesta que se me ocurre a semejante cuestión es un lacónico “¿y por qué no?”.
Muchas veces tendemos a asumir que el resultado de unas elecciones democráticas siempre será aquel que mejor responda a las necesidades de una sociedad y, en este sentido, uno podía conjeturar que tras 30 años de corrupta y corrosiva administración, la Junta de Andalucía necesitaba un cambio. Dejando al margen que las necesidades sociales sean en buena medida subjetivas (si los andaluces quieren prosperar a largo plazo necesitarán abandonar el socialismo; si quieren continuar viviendo unos pocos años más de su régimen cleptocrático y clientelar, no), el anterior planteamiento es un absoluto non-sequitur: del hecho de que la sociedad andaluza necesite un cambio no se desprende en absoluto que las urnas vayan a proporcionarlo. No sólo la historia está repleta de ejemplos de sociedades que se equivocan a la hora de elegir a sus mandatarios, sino que nada hay en el diseño de una democracia que incentive el que los electores acierten al votar: al contrario, hay numerosos motivos para pronosticar que en la inmensa mayoría de los casos se van a equivocar.
Al cabo, para que el resultado de unos comicios fuera racional –se ajustara a las necesidades de esa sociedad–, los votantes deberían ser asimismo racionales. Pero, ¿en qué medida puede afirmarse que la inmensa mayoría de los electores de una comunidad son plenamente conscientes de las agendas políticas a las que están dando apoyo? No se trata ya de que prácticamente todos los electores exhiban una absoluta ignorancia sobre la identidad y las distintas propuestas de los candidatos (¿Quiénes conocen a todos los candidatos de todas las listas que concurren en unos comicios o incluso a los dirigentes de los partidos que concurren a los mismos, o, por hacerlo más sencillo, a los dirigentes y cuadros intermedios de PP y PSOE? ¿O quiénes se han leído todos los programas electores al completo de los partidos? ¿O quiénes pueden prever qué parte de los programas electorales serán cumplidas y cuáles no?), sino también y sobre todo acerca de sus consecuencias de la acción política (¿qué personas están curtidas no ya en la ciencia económica, sino en alguna de sus subespecialidades como la teoría monetaria, la teoría del mercado de trabajo, la teoría de precios, etc.). La gente, en suma, tiene mejores cosas que hacer –vivir y disfrutar de sus vidas– que enclaustrarse para aprehender la totalidad del conocimiento necesario para votar de manera correcta.
Si, además, a esta congénita ignorancia de los votantes le añadimos que por múltiples razones –evolutivas, educacionales, propagandísticas, etc. – suelen asimismo arrastrar profundos sesgos antiliberales (“los mercados son malos”, “los extranjeros vienen a robarnos el trabajo”, “si nadie gasta el Gobierno debe hacerlo en cualquier cosa”, “los ricos son ricos porque los pobres son pobres”, etc.), es evidente que las decisiones que adopte “el pueblo soberano” podrán ser cualquier cosa salvo el fruto de un ponderado análisis racional que haya tenido en cuenta tanto la totalidad de los hechos como las relaciones causales entre los mismos.
Lo cual, dicho sea de paso para enterrar torpes suspicacias, lejos de constituir un argumento únicamente en contra de la democracia supone un fortísimo argumento en contra de organizar la sociedad a través de lazos coactivos (en contra del Estado). No se trata de que las democracias sean tontas y de que, por tanto, las dictaduras sean listas: no, los regímenes dictatoriales se enfrentan a problemas de información análogos a los anteriores y, por ende, son tanto o más tontos que las democracias (de ahí que el socialismo sólo pudiera ser un rotundo fracaso). Del hecho de que las democracias no sean racionales sólo se deriva la prescripción de que el libre mercado debería ir reemplazando al Estado en cada vez mayores áreas, pues los mercados libres sí son capaces de manejar dinámica –prueba, error, rectificación– y descentralizadamente un volumen enorme de información.
Pero mientras nuestros políticos se piensan lo de desprenderse de su omnímodo poder, las recurrentes elecciones democráticas seguirán siendo irracionales. Ése fue el error de politólogo principiante que cometió el PP: por mucho que “tocara” ganar en Andalucía, los votantes bien podían optar en contra del cambio. Arenas se refugió, al muy rajoyano modo, en su despacho, no entró en la discusión ideológica, desatendió incluso la oportunidad de debatir en la televisión pública autonómica y, al final, perdió. El cambio que necesita Andalucía se hará esperar cuatro años o cuatro décadas más, quién sabe. Lo único seguro es que los andaluces, entre un socialista original (Griñán) y una copia socialista (Arenas), optaron por el primero. Tampoco habría sido para tanto.
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