Repitiendo errores del pasado

A los inversores en deuda griega no debería haberles cogido por sorpresa que los gobiernos pueden quebrar: no ya porque el país haya entrado en bancarrota cinco veces en los últimos 200 años, sino porque desde 1980 sus gobernantes han sido incapaces de equilibrar sus presupuestos un solo año y han disparado el endeudamiento público desde un manejable 22% del PIB a un insostenible 160%.
En 2010, semejante Himalaya de deuda –y las mentiras contables asociadas al mismo– terminó aplastando a sus irresponsables mandatarios, cerrándoles todo acceso a los mercados financieros y, por consiguiente, toda posibilidad de continuar sufragando su mastodóntico sector público. Aquel fue el momento en el que el país debería haber demostrado si tenía el más mínimo interés en cambiar de rumbo: si realmente aspiraban a adelgazar el Estado, privatizar sus 300.000 millones de activos públicos, reducir su brutal endeudamiento y continuar dentro del euro o, en cambio, optaban por continuar trampeando, engañando al personal, descuadrando sus cuentas y, en última instancia, por impagar sus deudas y salir del euro.
Los preclaros líderes europeos no tuvieron a bien que Grecia se buscara por sí misma las habichuelas en mayo de 2010. En su lugar, le extendieron al país un préstamo de 110.000 millones de euros que sólo ha servido para que sus políticos siguieran dilapidando durante dos años más el dinero ajeno y para que los torpes acreedores de Atenas pudieran cobrar con puntualidad sus créditos.
Ahora, fracasado ese primer rescate, Merkel, Sarkozy y toda su comparsa intentan darles una segunda oportunidad, lo que en términos crematísticos se traduce en entregarles 130.000 millones de euros más y en condonarles deudas por importe de casi 120.000 millones. Y todo para que en el más optimista de los escenarios, Grecia llegue a 2020 con un gravosísimo endeudamiento del 120% del PIB. O dicho de otro modo, si todo sale según lo previsto, habremos tirado diez años y cientos de miles de millones de euros por la borda.
Me temo que archiconstatada la renuencia griega a apretarse el cinturón y liberalizar su economía –llevan dos años prometiendo mucho sin aplicar nada–, no hay alternativa real a permitir que el país suspenda pagos  con todo lo que ello implica de disciplinante ejemplo para sus pares periféricos: su más que probable salida del euro y un colosal retroceso en su nivel de vida. Repetir las políticas de 2010 sólo nos conducirá a revivir sus mismos errores: retrasar y engordar el problema griego a costa del bolsillo de los contribuyentes europeos.

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