Cada vez van siendo más quienes apuestan decididamente por impagar nuestra deuda exterior saliéndonos del euro; el último, por ejemplo, el sociólogo Manuel Castells. Los alemanes, se nos dice, no tienen derecho a seguir exprimiéndonos y, de hecho, lo lógico sería que de algún modo sufrieran las consecuencias de habernos prestado dinero de manera tan alocada. ¿Cómo? No cobrando por todo lo que nos han vendido.
La tesis me parece coja por múltiples razones, mas hay una que destaca por encima de todas: tras la perorata moralista de que los teutones deben hacerse responsables de sus decisiones pasadas, todos los defensores del repudio de la deuda abogan al tiempo por que nos salgamos del euro y regresemos a la peseta. ¿Y por qué deberíamos regresar a la peseta después de impagar nuestra deuda exterior? Sí, ya sé que tras el repudio ningún extranjero estaría dispuesto a volver a prestarnos un euro salvo a tipos de interés desorbitados, y ese cortocircuito en nuestras entradas de capital foráneo provocaría un ajuste forzoso y muy duro en algunas partes de nuestra economía. Pero, ¿acaso no deberíamos estar dispuestos a asumir dentro del euro todas las consecuencias de impagar a nuestros acreedores? ¿Acaso las mismas razones que legitimarían el repudio de nuestra deuda exterior –los alemanes han de ser responsables y hacerse cargo de los errores de sus decisiones pretéritas– no justifican que nos quedemos en el euro después de impagar –los españoles han de ser responsables y hacerse cargo de las consecuencias que acarrea un repudio de la deuda exterior–?
Pero en este punto sorpresivamente el discurso cambia: los efectos de una quiebra dentro del euro serían tan amargas y devastadoras que no nos quedaría más alternativa realista que regresar a la peseta. Quizá si las consecuencias son tan malas habría que hacer lo posible por evitar causarlas (es decir, por no impagar). Ahora bien, acordada la fechoría, ¿a quién le interesaría más salir del euro? O dicho de otro modo, ¿quién sería el principal perjudicado de suspender pagos y no salirnos del euro? No, no serían los bancos: ellos siempre podrían presionar al Gobierno para que decretase un corralito que frenara las masivas retiradas de depósitos que a buen seguro acaecerían y, además, saldrían mucho más perjudicados en caso de que adoptáramos internamente la peseta y tuviesen que amortizar sus deudas exteriores en euros (aunque lo más probable es que, llegado el caso, también las redenominaran forzosamente en divisa nacional). Los principales perjudicados de quebrar dentro del euro serían, sin lugar a dudas, el Estado y toda su cohorte de empleados públicos, politiquillos, subsidiados, sindicalistas y demás clientes del intervencionismo gubernamental. La salida del euro no sería imperativa para salvaguardar el bienestar del ciudadano tras una quita sobre nuestra deuda, sino en todo caso para proteger el bienestar del Estado.
Al cabo, lo que el regreso a la peseta facilitaría en medio de semejante brete sería la masiva monetización de deuda pública para sufragar los excedentarios gastos del Estado. A saber, el regreso a la peseta, la recuperación de la política monetaria a las manos del Gobierno de España, daría pie a una monstruosa inflación que, como los economistas saben al menos desde el Padre Juan de Mariana, no es otra cosa que un impuesto generalizado de naturaleza encubierta. Al parecer, pues, nuestros gobernantes serían lo suficientemente adultos como para repudiar la deuda que ellos solitos han contraído pero no para afrontar las consecuencias que tal decisión debería acarrear sobre sus finanzas: recorte descomunal y drástico del gasto público por la imposibilidad de seguir financiando su desbocado déficit público en los mercados internacionales, esos que ellos mismos habrían decidido cerrar a cal y canto impagando la deuda. Como buenos irresponsables, salir del euro significaría trasladar, una vez más, los pauperizadores efectos de su acción de Gobierno sobre los hombros de los españoles que todavía generan riqueza.
Nada que por otro lado no hayan venido haciendo o defendiendo desde hace años. Cada vez que escuchamos que es una pena que nuestro país esté inserto en el euro por cuanto ya no podemos devaluar para superar la crisis, lo que se nos está diciendo es: “no queremos tocar las regalías ni de los políticos ni de los grupos de presión (léase sindicatos), preferimos cargar el coste del ajuste sobre los ahorradores productivos”. La devaluación no puede conseguir nada que no pueda alcanzarse mediante el ajuste a la baja de los precios internos y, en cambio, el ajuste de precios internos sí puede alcanzar objetivos saludables que la devaluación no. En concreto, la devaluación reduce todos los precios internos en términos de moneda extranjera en la misma proporción, pero es incapaz de efectuar ajustes en los precios relativos de las distintas ramas productivas. Por ejemplo, si lo que hace falta es abaratar los precios y los costes de la industria del automóvil un 10% con respecto a los precios y a los costes del sector textil, devaluar nuestra divisa un 10% reducirá los precios y los costes de ambas industrias, pero no logrará el ajuste en sus precios relativos. En suma, la devaluación perjudica a todos por igual, háyanlo hecho bien o no; el ajuste interno castiga sólo a aquellos agentes económicos concretos que han dejado de generar riqueza y que deben reorientar sus planes de negocio.
¿No sería acaso más lógico que todos aquellos que insisten una y otra vez en la necesidad de devaluar dirigieran sus energías a reclamar una mayor flexibilidad interna en los precios y costes (por ejemplo, exigiendo la supresión de la negociación colectiva)? No, porque aparte de defender huecamente unos falsos e ilusorios derechos sociales que nos conducen a la miseria, de lo que gustan es de disponer de la política monetaria para que la solvencia de las Administraciones Públicas no sea continuamente expuesta al juicio crítico de los ahorradores nacionales y extranjeros. Ah la imprenta, cómo la añoran. La economía podrá irse al hoyo, el mercado podrá estar atado por los cuatro costados, las familias y las empresas podrán embarrancarse en la miseria, pero mientras ellos puedan gastar a placer imprimiendo dinero y trasladando el impuesto inflacionario sobre el resto de la población, todo estará en orden.
No se extrañen: el Estado no es ningún organismo de beneficencia que vele por algún vago e indefinido interés colectivo, sino una máquina de parasitar a la sociedad huésped. Políticos e intelectuales estatistas velan por sus intereses, por los de gastar tanto como puedan para tejer redes clientelares que les permitan sostenerse en el poder. Y para eso ahora mismo necesitan salir del euro: si nadie se atreve a prestarles debido a su desastrosa gestión, siempre podrán pintar los billetes. Los ahorradores nacionales y extranjeros ya les han tomado la medida y exigen reformas; es decir, les exigen renunciar a un poder enorme merced al cual sangran al resto de la sociedad.
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