Fue antes de la última cumbre europea para salvar al euro. Mariano Rajoy, entonces virtual presidente del Gobierno de España, se reunía con José Manuel Durao Barroso, presidente de la Comisión Europea, y las cámaras captaron su presuntamente privada conversación. Ambos discutían sobre si la salida de la crisis se lograría mediante la austeridad o mediante el despilfarro público, esto es, mediante lo que ellos llamaban “vía europea” o “vía estadounidense”. Rajoy, sin demasiada resolución y con todavía menos convencimiento, se limitó a responderle a Barroso que él obviamente optaba por la vía de la austeridad pues “no tenía alternativa”. Con las primas de riesgo disparadas y los mercados de crédito cerrados, ¿qué otra cosa podía hacer el gallego?
Las alarmas deberían haber empezado a sonar en aquel preciso momento, si es que alguna vez dejaron de hacerlo. Rajoy no tenía pensado apretarles el cinturón a las administración públicas ora por la ruina que había supuesto el despilfarro zapaterista, ora por su hipertrofiado tamaño, ora para permitir un ensanchamiento del sector privado, ora para limitar las excesivas competencias del Estado, ora para acelerar el desapalancamiento del conjunto de la nación español. No, lo hacía porque no tenía alternativa. Pero, ¿y si la hubiera tenido como la tuvo Zapatero entre 2008 y 2010? Pues todo apuntaba a que el popular no habría optado por la austeridad, sino por mantener todo el pauperizador entramado estatista que ahora se muestra tan caro de financiar.
Y las sospechas han terminado por tomar cuerpo en un discurso de investidura cuando menos decepcionante. Ya sea por falta de valentía, de convicción o de ambas, Rajoy sólo ha sabido proponer un programa de gobierno que, en materia económica, Zapatero habría podido suscribir en un 90%… al menos por lo que a promesas vagas y bienintencionadas se refiere. Al cabo, si dejamos de lado declaraciones de momento genéricas y poco definidas como “reformar el mercado laboral” o “sanear el sistema financiero” (gratuitos brindis al Sol que en su momento también realizaron los socialistas), en su compromiso de reducir el déficit en 16.500 millones de euros para 2012, Rajoy no ha ido más allá de cumplir con lo pactado previamente por ZP con Bruselas: que concluyamos el próximo año con un descuadre en las cuentas públicas del 4,4% del PIB. Cierto, probablemente el PSOE no se hubiese tomado en serio su palabra y el PP –tal vez, sólo tal vez– sí lo haga. Pero, ¿acaso lo único distintivo de Rajoy frente a Zapatero será –o pretende ser– una más diligente y responsable gestión de los escombros?
Al parecer sí: abierta la agenda oculta, las líneas maestras de la legislatura resultan poco ilusionantes y esperanzadoras. El insostenible Estado de Bienestar permanece intacto; no se piensa tocar ni una coma de un sistema fiscal que corroe el ahorro, salvo para promover unos muy ineficientes planes privados de pensiones y para canalizar una parte de nuestro ahorro a vaciar los elevados inventarios de bancos y promotores; el empleo público, tras aumentar en 300.000 personas durante los últimos cuatro años, no merece más atención que reducir a cero su tasa de reposición; no hay ninguna intención de reconducir la deuda pública al 60% del PIB antes de 2020 (es decir, en un momento en el que Rajoy probablemente no piense estar en el poder); y lejos de afrontar la inviabilidad a medio plazo del sistema público de pensiones, se actualiza su poder adquisitivo para agrandar todavía más el déficit de la Seguridad Social. En fin, muy poca sustancia para un discurso que, en medio de la mayor crisis económica de los últimos 80 años, debería haber dejado bien claro al mundo entero que el Gobierno de España removerá todos los obstáculos y todos los gastos que sean necesarios para convertirnos en un país confiable que cumple con sus compromisos.
Había mucho que recortar y eliminar, pero nada se ha anunciado; y lo peor de todo es que no parece que Rajoy tenga la más mínima intención de hacerlo en algún momento. Tal vez sea que los populares confíen en que de ésta se sale con un poquito de rigor presupuestario –tampoco mucho, no vayamos a pasarnos– y no incordiando demasiado –a los lobbys y al establishment, se entiende–. O más bien sea que Rajoy se haya echado definitivamente en brazos de Bruselas: renuncia a convencer a los inversores internacionales para que nos presten sin miedo y opta por seguir el timorato guión de la Comisión Europea (y de Merkel) para que nuestra deuda acabe siendo monetizada por el Banco Central Europeo. En cualquier caso, terminaremos de confirmarlo, o empezaremos a enmendar nuestras impresiones, cuando conozcamos los detalles de su reforma, o no-reforma, laboral. De momento, la mayor de las cautelas: no vayamos a inflar una burbuja de expectativas irracionalmente altas que todo va apuntando, por desgracia, a que terminará pinchando.
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