Un manifiesto para denunciar la opresión fiscal

No todos los motivos para protestar son igual de buenos: de idéntico modo que no es lo mismo manifestarse para que la autoridad estatal clausure un medio de comunicación que para protestar por su censor cierre, tampoco es lo mismo alzar la voz para criticar las contumaces agresiones a la propiedad privada –subidas de impuestos– que para aplaudirlas y promoverlas –aumento del gasto público y de los tributos–. O por resumirlo en pocas palabras: no es lo mismo rebelarse contra el crecimiento desmesurado del Estado que para impulsarlo.
Por eso, el Tea Party, con todos sus defectos dentro de un movimiento tan amplio, ha contribuido decisivamente a revitalizar la sociedad civil estadounidense y sus adormecidas convicciones pro-gobierno limitado, mientras que los indignados, con todas sus excepciones dentro de un movimiento tan pretendidamente heterogéneo, sólo han arengado un mayor servilismo estatista entre buena parte de los españoles.
Veamos, si no, la reacción ante lo que a todas luces cabe calificar de minirrecortes educativos en la Comunidad Valenciana: una autonomía al borde de la suspensión de pagos se propone contener su expansivo gasto, incluyendo al gasto educativo y se organizan numerosas algaradas callejeras –con una indudable repercusión mediática– para animar a las administraciones a que continúen gastando sin freno. Y eso que, hasta el momento, los temibles y antisociales recortes educativos se han saldado con un incremento entre 2003 y 2012 del gasto en enseñanzas no universitarias del 70%.
Por supuesto, uno podría entender el mosqueo estudiantil con que el dinero público se haya dilapidado en construir aeropuertos sin aviones en lugar de haberlo colocado a buen recaudo para prevenir tiempos difíciles; pero, consumado el despilfarro, la única opción realista pasa por ajustar los gastos a objeto de sanear las cuentas. En ese contexto, exigir que se frenen los recortes –aun cuando resultan pírricos– equivale a consolidar la bancarrota financiera y a clamar por el inmisericorde saqueo del contribuyente.
Menor revuelo –al menos, menor revuelo organizado– ha acarreado, sin embargo, otra reciente decisión política, también del Partido Popular, dirigida a colocar los tipos impositivos del IRPF español a los niveles más elevados de Europa. Pese a su mucha mayor gravedad, pese a la evidente indignación que ha despertado en numerosas personas, el impuestazo de Rajoy no ha conciliado un rechazo mediático ni mucho menos equiparable al de las tímidas e insuficientes minoraciones presupuestarias.
Será que los grupos de presión se articulan –y se cohesionan– con mucha mayor facilidad para lograr transferencias del dinero ajeno en su favor que para evitar que los gobernantes metan la mano en el bolsillo de los ciudadanos. Al cabo, abierto el melón de las redistribuciones de rentas, los incentivos para que aparezcan conseguidores profesionales que le peguen un considerable mordisco al erario en beneficio propio y de sus identificables allegados son muy superiores a los incentivos de que honrados pero dispersos trabajadores y empresarios se organicen para defender lo que es suyo; especialmente en países como el nuestro, tan embebidos por el socialismo omnipresente.
Con tal de contrarrestar este nocivo desequilibrio entre intervención y libertad, entre lobbies que se resisten a renunciar a parte de sus privilegios y entre asociaciones de propietarios que tan sólo reclaman conservar lo que es suyo, la semana pasada se presentó el manifiesto Con todo el respeto, Señor Presidente: eso no es cierto, suscrito por más de 50 economistas e intelectuales y dirigido a protestar contra el descarado incumplimiento de las promesas electorales del Partido Popular y, sobre todo, contra el nefasto e inaceptable ataque a la propiedad privada y a la prosperidad económica que supone su reciente rejonazo fiscal.
Indudablemente, el Gobierno popular poseía la clarísima alternativa de atajar nuestro insostenible déficit público mediante una más enérgica, audaz y decidida reducción de los desembolsos públicos. Gastos a recortar los hay a miles de millonadas, pues España –como el resto de países europeos– está muy lejos de disfrutar de un Estado anoréxico y limitado a muy escasas funciones; al contrario, todos ellos, también el nuestro, sucumben ante los niveles de dispendios públicos más elevados de toda la historia.
En consecuencia, desde esta columna me gustaría animar a todos los lectores que compartan este diagnóstico, y que muestren su honda oposición a que el disparatado Estado que padecemos –gestado y financiado durante la época de la burbuja crediticia– se siga nutriendo que porciones crecientes de la riqueza  de los ciudadanos, a que se adhieran al manifiesto. Es cierto que el texto no viene acompañado de divertimentos varios como el destrozo del mobiliario urbano, los cortes de la vía pública o las agresiones físicas a ciudadanos diversos, pero su civilizada forma debiera servir también para canalizar esa verdadera indignación ciudadana que sí merece ser canalizada: la indignación contra unos políticos decididos a descargar las pérdidas derivadas de una crisis que ellos, en parte, han contribuido a crear sobre los hombros de los indefensos contribuyentes.  El camino de consolidación presupuestaria debe ser otro al que reclaman los indignados y al que, pese a las apariencias y pese a la confusión mediática, el Partido Popular está intentando transitar.

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