Una huelga liberticida y equivocada

Hablar de “derecho” de huelga resulta en sí mismo engañoso. La huelga no es un derecho, sino un privilegio que otorga el Estado a los huelguistas para que no sean sancionados por el empresario cuando incumplen flagrantemente sus obligaciones contractuales (acudir a sus puestos de trabajo durante su jornada laboral). Tan es así que, por ejemplo, los empresarios carecen de simétrico derecho –el cierre patronal está prohibido– sin que nadie repute esa provisión legislativa como una intolerable violación de derecho fundamental alguno.
Y si el “derecho” de huelga ya supone una más que discutible prebenda estatista, el derecho a participar en una “huelga general” constituye un completo despropósito. A la postre, la huelga es un instrumento ideado para ejercer presión negociadora sobre un empresario concreto: lo que buscan los empleados huelguistas de una compañía es mejorar sus condiciones laborales y, para ello, adoptan la criticable pose del perro del Hortelano (ni trabajan ni dejan trabajar), infligiéndole a su patrón importantes pérdidas diarias. Pero, ¿contra quién se convoca una huelga general? No, desde luego, contra un empresario en particular, sino más bien contra un Gobierno cuya política económica los sindicatos estiman lesiva para los intereses de una inexistente y vaporosa “clase trabajadora”.
Dicho de otro modo, las huelgas generales son siempre huelgas políticas, por mucho que se camuflen de huelgas económicas: su propósito es el de doblegar la voluntad de un Ejecutivo –e incluso, en ocasiones, para derrocarlo– y no la de un empresario o grupo e empresarios. Incomprensiblemente, empero, nuestro ordenamiento jurídico prohíbe las huelgas políticas al tiempo que autoriza las huelgas generales: a saber, una persona que no acuda a su puesto de trabajo para protestar contra el copago sanitario puede ser despedido de manera procedente, pero si, en cambio, lo hace para protestar contra una reforma laboral, tiene su cargo blindado.
Se entenderá, pues, que uno no sienta demasiado aprecio hacia ninguna huelga general: no lo hice con el paripé que CCOO y UGT le montaron al moribundo Ejecutivo de Zapatero y tampoco lo hago ahora con esa ofensiva reaccionaria que ambas centrales sindicales han iniciado contra el Gobierno del PP a cuenta de su tímida e insuficiente reforma laboral. A la postre, el instrumental socialista y cuasi-revolucionario que constituye una huelga general supone un atentado contra los dos fundamentos de toda sociedad libre –la propiedad privada y el respeto a los contratos–, de modo que, aun cuando simpatizara con sus vindicaciones de fondo, me parecería una vía equivocada e inaceptable para defenderlas.
Pero, además, en el caso de la huelga del próximo 29 de marzo ni siquiera puedo coincidir con sus presuntos motivos de fondo. Los cambios que ha introducido el PP a nuestro mercado de trabajo podrán quedarse a mitad de camino, pero avanzan en la dirección adecuada. No es la reforma que yo hubiese suscrito, pero sí es una reforma que en lo sustancial mejora apreciablemente el marco de relaciones laborales de España: modera (aunque no elimina) su extrema dualidad y lo libera, en parte, de ese rígido y fascistoide corsé que representaba la negociación colectiva.
La huelga, por consiguiente, no busca detener la degradación de nuestra legislación laboral, sino bloquear cualquier atisbo de mejora. Los sindicatos funcionariales de CCOO y UGT no pretenden defender ni los derechos ni los heterogéneos (e incluso contrapuestos) intereses de “los trabajadores”, sino chantajear al Ejecutivo con una amenaza muy clara: si no conservas nuestros cienmillonarios privilegios, haremos arder la calle. Los trabajadores no son más que su arma arrojadiza para helenizar España, para tratar de buscar réditos económicos  a “la paz social”.
No debemos caer en su trampa populista. Es cierto que España se encuentra en una situación crítica, es cierto que el actual Gobierno ha tomado medidas que –como la subida de impuestos– sólo nos alejan de la recuperación y es cierto, incluso, que la reforma laboral tiene aspectos muy mejorables, pero respaldando esta huelga no sólo respaldaríamos un instrumento liberticida, sino que lo haríamos para promover unas ideas que se encuentran en las antípodas de las que necesitamos: las del socialismo extremo, manirroto y ultraintervencionista.
Si acaso, la huelga general debería servirle al Gobierno de básico recordatorio: por mucho que temple gaitas con la izquierda, terminará saliendo a la calle para desalojarlo del poder. Si queda algo de sensatez liberal en el cráneo de algún ministro, sería hora de que aprendieran de una vez la lección: dejen de contemporizar con la izquierda y presten un poco más de atención a las auténticas necesidades de España. Gobiernen de una vez: sin complejos ni medias tintas.

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