Este martes se cumple medio año desde que el alemán Axel Weber, aquel halcón de la ortodoxia que se postulaba como próximo presidente del BCE, anunció que las palomas inflacionistas de la Eurozona le habían cortado la cabeza por censurar públicamente las compras de bonos griegos que durante meses había venido realizando el banco emisor. Ya defenestrado, a las pocas semanas conocimos que el italiano Mario Draghi -firme partidario de monetizar la deuda helena, tal vez como anticipo a la monetización de los bonos de su propio país- fue coronado, por suicida aclamación, próximo presidente de la entidad.
La postura del alemán, contraria a la compra de bonos griegos, no era un irracional exceso de celo, sino simple y pura diligencia. Al cabo, Weber pensaba como un banquero prudente -no hay que prestar dinero a quien no te lo puede devolver-, mientras que Trichet y Draghi lo hacían como dos acomodaticios políticos -hay que prestar sin ton ni son a la espera de que los problemas escampen-. Por eso, se terminaron monetizando los bonos de un país como Grecia, que acumulaba deuda pública equivalente al 150% del PIB. Préstamos subprime lo llamaron en EEUU; «salvar al euro», se le denominó por estos pagos.
Meses después, en mayo, llegó la debacle definitiva de Atenas con la misma sorpresa con la que habíamos recibido la primavera. Mientras los políticos europeos se debatían entre dejarla caer o reflotarla temporalmente a costa del contribuyente alemán, el BCE intercedió con su absolutamente imparcial opinión: «No se puede dejar caer a Grecia porque hemos comprado tanta deuda pública de este país que, si suspendiera pagos, nosotros mismos nos iríamos al hoyo». Y así los alemanes, de la mano de esa dama de hojalata en la que se ha convertido Angela Merkel, tuvieron que tragar y sufragar un rescate que, al final, de nada servirá salvo para desplumarlos todavía más. Y es que la mayoría de los griegos continúan prefiriendo la suspensión de pagos a los sacrificios necesarios para honrar sus deudas, y frente a eso no hay auxilio ni refinanciación que valga.
Las ruinosas prácticas con Grecia de ayer se repiten hoy con España e Italia: el BCE redobla el tamaño de su envite y pone en riesgo no ya su patrimonio, sino el de la Eurozona entera. Es cierto que merced a la imprudencia que supone monetizar la deuda de Zapatero y Berlusconi hemos ganado algo de tiempo, pero que nadie se duerma en los laureles; lo difícil llegará en los próximos meses: si no aprobamos reformas económicas y planes de austeridad tan enérgicos como los que habríamos necesitado el pasado viernes para calmar a los mercados, tan pronto como el BCE deje de comprarnos nuestros bonos regresarán las tensiones con más fuerza que antes.
Y ese momento, no nos engañemos, terminará llegando, pues el balance de nuestro banco emisor no puede llenarse indefinidamente de basura (si lo hiciera, le daríamos la bienvenida a esa bichaalemana que se conoce como hiperinflación). Nuestra viabilidad económica y financiera no depende de que continúen dándonos cuerda, sino de que en algún momento seamos capaces de devolver por nosotros mismos los cientos de miles de millones que se nos han prestado.
Por desgracia, la monetización de deuda por parte del BCE sólo contribuye a añadir más deuda a nuestro ya abultadísimo endeudamiento y a aparcar las duras reformas que requerimos para recuperar nuestro crédito exterior.
He ahí la paradoja: si necesitamos que el BCE nos compre la deuda es porque el mercado no nos la acepta por seguir al borde de la suspensión de pagos; si, en cambio, nuestra deuda sale de las franjas de riesgo, ya no requeriremos la asistencia privilegiada del BCE para colocar nuestras emisiones. Por consiguiente, si el banco emisor continúa rescatándonos y acumulando alocadamente deuda periférica, más riesgos estará asumiendo y más complicada se volverá su supervivencia y la del euro.
Ante una eventual suspensión de pagos de España e Italia, como la acontecida en Grecia el pasado mes de mayo, la Eurozona -léase Alemania- sólo tendría dos alternativas: o recapitalizar al BCE recomprándole los bonos impagados o dejar quebrar al banco emisor y finiquitar la aventura del euro. ¿Digo dos alternativas? En realidad sólo habría una, pues ni siquiera Alemania podría digerir tamaño agujero financiero.
Si el BCE continúa monetizando bonos españoles e italianos, el futuro de la moneda única quedará inexorablemente ligado a la solvencia de España e Italia. Demasiada responsabilidad para las jerarquías políticas de dos países que, hasta la fecha, se han caracterizado por su falta de coraje, indecisión, oportunismo y demagogia. A la postre, el euro se ha convertido no en un sólido y fiable marco capaz de disciplinar el despilfarro inflacionista de la periferia europea, sino en un antinatural pastiche de la peseta, la lira y la dracma que sólo sirve para vampirizar la austera acumulación de riqueza alemana.
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